Dicen que sobre gustos no hay nada escrito

Cuando uno es joven e inmaduro suele admitir que sobre gustos no hay nada escrito, más todavía si lo oyó en latín y en labios del cura del pueblo, empeñado en probar que las acuarelas de su sobrina eran tan buenas como los cuadros de Picasso. Pero con los años se adquiere la malicia necesaria para saber que quienes dicen que sobre gustos no hay nada escrito son seres que no fueron a la escuela en su vida, pues de haber ido sabrían que precisamente sobre gustos se han escrito bibliotecas enteras. Que los gustos cambien no significa que nada se haya escrito a su respecto, y justamente por eso, porque cambian, hace cien años un cuadro del Greco se compraba por poco dinero, y las pinturas negras de Goya eran objeto de general desprecio. Reacción contra el gótico decadente fue la arquitectura del Renacimiento, y contra las líneas severas de ésta se alzó la arquitectura del barroco. Frente a los excesos de la música romántica surgió el impresionismo, y así también Machado no escribió versos como Bécquer, ni Apollinaire como Baudelaire, ni hoy comemos los pollos a la manera de Enrique VIII ni cocinamos a la usanza de Ruperto de Nola, cuyo clásico gato asado apenas si se expende en algunos puestos de "carnitas" de la ciudad de México.

La verdad es que cuando los indocumentados afirman que "sobre gustos no hay nada escrito" no quieren decir que los gustos cambian, sino hacer tabla rasa con los valores que el hombre consagró en su larga lucha en pos del bien, la verdad y la belleza. En vez de contentarse con decir que su gusto es muy suyo, reconociendo también que hay gustos que merecen palos, pretenden que yo admita que su gusto es tan bueno como el mío, y que en consecuencia se come tan bien en Woolworth como en El Mesón del Cid no obstante que, ni lejanamente, podría compararse una ensalada de pollo con mahonesa Mc Cormick con los finos platillos que en El Mesón prepara Luis Marcet, algunos dignos de figurar con los mayores honores en cualquier minuta del mundo.

De la cocina a la literatura, y de ésta a las artes plásticas, abunda esa fauna de aguafiestas que nos fastidian los mejores momentos, alguno tan tozudo como un turco que fue mi compañero de escuela en Alemania, empeñado en que los católicos orábamos en un idioma que no entendíamos —según él lo hacíamos en latín—, y en que la lírica de Schiller era tan poética como la de Erich Kästner. La experiencia alemana con el turco fue desagradable, mas peores las he tenido con cabezaduras proyankis o prosoviéticos, empeñados en que el edificio de la Universidad Lemonosov de Moscú es tan bello como la Universidad de Salamanca o el Colegio de las Vizcaínas, y que la catedral neoyorkina de San Patricio no cede en valores estéticos a las de México, Chartres, Colonia o Regensburgo. Que a un honesto ciudadano de Marilandia le parezca más hermosa la mujer de Jorge Washington que Ninon de Lenclos no querrá decir que sobre gustos nada haya escrito sino que el de Marilandia tendrá que ir cuanto antes al oculista, y que si pese al auxilio de la ciencia persiste todavía en su preferencia deberemos cortarle la lengua para que no siga haciendo comparaciones tan idiotas.

Entre gente refinada la situación difiere en cambio, pues su discrepancia se plantea en planos subjetivos, sin atentar contra la jerarquía de los valores. Claro que también a ese nivel suelen darse casos graves, como el de un viejo filósofo positivista que me confió hace años haber tomado en París un vino casi tan bueno como el agua de Evian que ingería todos los días. Que el vino fuera casi tan bueno como el agua de Evian era por supuesto una estupidez, apenas disculpable porque el buen señor era filósofo positivista cuando medio siglo antes el positivismo había desaparecido de la faz de la tierra, o sea que el infeliz vivía literalmente en la luna. Por mi parte puedo tolerar que alguien encuentre estupendas las carnes con gravy, el vino de Burdeos ice cold y el champán a la parrilla, pero no que tales atentados se consumen con apoyo en el argumento de que sobre gustos nada hay escrito, pues jamás admitiré que el gusto de zulúes y esquimales sea tan bueno como el mío.

En altos niveles de cultura, ya lo dije, la sutuación se plantea en otra forma, pues en punto al románico y al gótico, a la música de Bach o la de Mozart, a la pintura del Renacimiento o del barroco, al romanticismo o al simbolismo, obviamente la cuestión se plantea en el orden subjetivo de las preferencias, como en ese orden se resuelve usted por una langosta thermidor o por unas ostras en su concha; por un buen mole poblano o por un coq au vin, por una merluza a la gallega, un besugo a la vasca o un huachinango a la veracruzana. Mas llevar las cosas al extremo de plantear como problema de gustos la preferencia entre un Romanée Conti o un Vega Sicilia y los vinos de California, o entre una salsa gravy y otra de mole poblano, nos llevaría a justificar que la hermosa condesa Castiglione se acostara con un chimpancé y no con su joven amante favorito. La diferencia entre el hijo que procrearan la Castiglione y el chimpancé será la misma que se encuentra entre un vino de Gallo y uno de la Rioja, entre una salsa catchup y una de ostras de champán, o entre una salsa gravy y otra de pasas y almendras para aderezar las jaibas a la tampiqueña. Vinos son todos y salsas son todas, como música es la de Silvestre Revueltas y la de Carlos Chávez, mas trátase de parentescos tan grotescos que cualquier hombre decente rehúsa confesarlos fuera de la más estricta intimidad.

No dudo que entre lo fenomenal, lo bueno y lo lamentable pueda darse alguna lejana semejanza, pues así también se comparan la envidia y la emulación en unos versos que no olvido a pesar de que fueron lectura de mi niñez:

La envidia y la emulación
parientes dicen que son
aunque en todo diferentes.
Al fin también son parientes
el diamante y el carbón.

Un carbonero en su propio medio, o sea en la montaña, no cambia la carga de sus borricos por una gema cuyo valor ignora, y su actitud, aunque ignorante, es también válida por auténtica. Mas el suyo no es el caso de tantos leñadores y carboneros urbanos, tan dogmáticos y cortos de luces que se pierde el tiempo en el intento de convencerlos. Si los encuentra por allí, déjeles decir que una taza de café con leche se lleva maravillosamente con langostinos a la plancha; que un coñac Henessy mezclado con Coca Cola es bebida estupenda, y que una carne a las brasas, bien cocida, es mejor que el filete al foie gras que yo preparo, tan bueno que según los enterados resiste comparaciones con cualquier otra obra de arte.

Mas si es usted un hombre excepcionalmente virtuoso y paciente, diga por lo menos a esa gente que los gustos se forman al mismo tiempo que la cultura, y que por esa consonancia fueron buenos los de griegos y romanos, y malos los de los monjes y guerreros de la primera Edad Media; que por esto tuvieron —y tienen— buenos gustos los italianos y malos los lapones; y que por eso los norteamericanos traen de Europa no sólo las modas y los hombres de ciencia sino los vinos, los lenguados, los castillos feudales y hasta los cloisters de Nueva York, arrancados de su contorno natural para instalarlos entre rascacielos. Podrá también decir que la historia de la cultura no ha corrido en vano desde que los franceses comían carne de ciervo sobre las brasas hasta que en Dijon descubrieron la mostaza y el coq au vin; desde el día en que los españoles comían a tarascadas sus osos y jabalíes hasta el glorioso amanecer de la mahonesa, el gazpacho, la paella y los callos a la madrileña; desde el día en que los aztecas devoraban a sus víctimas de la "guerra florida" hasta el mediodía radiante del chocolate, la salsa de mole y los chiles en nogada. La humanidad ha pagado un precio oneroso por recorrer el camino de la cultura en general, y en especial de la gastronómica; un camino no siempre ascendente sino lleno de baches, caídas que aceraron sin embargo la voluntad de los mejores. Sí que es ingrato ignorar esa lucha de siglos con la muletilla de que sobre gustos nada hay escrito.

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