I. LOS ESPA�OLES Y LA MAR DEL SUR


NO SONABAN VIENTOS DE GUERRA ni los ancianos vaticinaban presagios de dolor. Cantaban y danzaban los pueblos entre los inmensos volcanes y la Mar del Sur.

El fr�o era escaso, el calor recio, la humedad a flor de piel, y el cielo, cuando no reventaba en tiempo de aguas, extremadamente azul, m�s all� del verde intenso de los �rboles.

"En el recodo del r�o", donde el agua tuerce y gira sobre su cauce, al pie de los volcanes, ah� se levantaba el pueblo viejo de Coliman. Ah� la memoria tuvo su asiento. A su vera, Almoloyan. A unas cuantas leguas, Comala, que supo hacer mentir al barro. Por otro rumbo, y con aguas del r�o Grande muy cerca, Coquimatl�n y Caxitl�n del brazo de Tecolapan. Mirando a la mar y a la mano de las salinas, Tecom�n y m�s all� Alima. Subiendo por el r�o Coahuayana y a su izquierda, Ixtlahuac�n. Por las serran�as Pihuamo y muy lejos Xilotl�n, cuyos moradores ten�an encarnado el mal en la piel. A los pies de los volcanes, Tamazula, Zapotiltic, Tuxpan, Zapotl�n, Sayula. Casi encaramados en las faldas del Volc�n de Nieve, Amula, Copala y Zapotitl�n; y en temperamento caliente, Tuxcacuesco y Cuzalapa.

Aquellos pueblos viv�an al son de las siembras y cosechas del ma�z y del frijol, del algod�n y del cacao. Mientras unos beneficiaban las salinas, otros pescaban perlas en el litoral, recog�an conchas en las playas, coc�an el barro lentamente, cazaban guajolotes, patos, garzas, pericos, venados, armadillos, tejones, tlacuaches, lagartos, iguanas, culebras.

No exist�an grandes, tampoco peque�os. Cada pueblo hac�a su vida mirando a los vecinos, a sus siembras de temporal y a sus regad�os, mientras tej�an esteras o hac�an equipales.

Mapa de la Jurisdicci�n de la villa de Colima  de 1519 a 1821. Hab�a pueblos que viv�an al son de las siembras y cosechas del ma�z y frijol, del algod�n y del cacao, mientras otros beneficiaban las salinas, otros pescaban perlas en el litoral, recog�an conchas en las playas, coc�an el barro, cazaban guajolotes, patos, garzas, pericos, venados, armadillos, tejones, tlacuaches, lagartos, iguanas y culebras.

MAPA 1. Jurisdicci�n de la villa de Colima. Dibujo basado en Peter Gerbard, Geograf�a hist�rica de la nueva Espa�a, 1519-1821, M�xico, UNAM, 1986, p. 81.

Siguiendo los escasos r�os, bajando y subiendo barrancas, iban y ven�an las veredas entre unos y otros pueblos. Quien tra�a tuxca, quien una carga de sal, quien un pu�ado de almendras de cacao, quien frutas de la regi�n: calabazas, tomates, ch�a. Un alfarero lleva a cuestas vasijas y tiestos, ofrendas para los muertos y juguetes de ni�o. Un comercio sereno, oliendo al trueque, un�a y enlazaba aquellas poblaciones de techo de zacate y paredes de carrizo y adobes, cuando se pod�a.

Hab�a llanto, hab�a risas; hab�a dolor, hab�a gozos. El ritmo cotidiano era holgar y trabajar, dar a luz y morir, crecer y avejentarse. Eran tiempos de juegos y caza, de pesca y recolecci�n, de amar y sentir rencores. Hab�a orden y concierto, piedad y tensiones.

Ya el tarasco no llegaba en son de guerra, tampoco crec�an otros pueblos tan fuertes y decididos que fueran amenaza. Algunas lunas pasaron sin que retumbaran alaridos de guerra ni las flechas y los bastones hirieran y matasen a las gentes. Ahora el tiempo era medido cuando temblaba la tierra, cuando los ciclones azotaban desde la costa, cuando el Volc�n de Fuego bramaba y hac�a estallar sus entra�as.

Nadie se atribu�a un liderazgo de excepci�n. Cada pueblo se pensaba invencible, cada familia estaba a resguardo.

Lejos se fueron los vientos de guerra, lejos quedaron los tiempos cuando crecieron artistas en Los Ortices y Las Animas (200-850 d.C.) que jam�s regresar�n con sus figurillas aplanadas, con sus vasijas-hombre, con sus vasijas-perro, con sus vasijas de tres pies como pebeteros de sue�o. Vinieron otros d�as, llegaron otros orfebres que en las orillas del r�o Grande y en Coliman hac�an anillos, sonaban cascabeles y sal�an a cortar madera con hachas de cobre (850-1250 d.C.).

Lejos est�n los tiempos en que todo era distinto y no hab�a semejanzas con los dem�s pueblos, seg�n relatan las historias de los viejos. Entonces hubo otras costumbres, otros idiomas, otras tumbas, y se alzaban templos construidos sobre basamentos de tierra o piedras, con una sola c�mara en lo alto, con techos a dos y cuatro aguas o con c�pulas semiesf�ricas sobre planta circular. De ello s�lo quedan recuerdos, palabras que se guardan y confunden con el n�huatl que es hoy la lengua franca.

De todo hay memoria en las ofrendas halladas en las sepulturas. De c�mo se viv�a y trabajaba, de danzantes y m�sicos, de vestimentas y tocados. Eran otros tiempos, otras costumbres, otras palabras, cuando el barro tambi�n hac�a re�r con la tragedia de jorobados y cojos, de ciegos y trotamundos, de gruesos y flacos, con enanos que apenas pod�an sostener sobre sus hombros corcovados enormes y deformes cabezas.

Dioses hab�a —Tl�loc, Huehuet�otl Xiuhtecuhtli, Tonatiuh Pizintecuhtli, Tonan—, devoci�n hab�a, pero en estos d�as se adora en casa, se adora en los campos, en los r�os, desde el amanecer hasta que el sol se quiebra, mirando siempre a las cumbres de los cerros y al Volc�n de Fuego. El padre de familia y la madre lo hacen, los hijos lo hacen con ellos.

Sacerdotes, jefes supremos, ya no existen; tampoco h�roes. El barro lo cuenta: antes hab�a guerreros con yelmos, cascos y escudos, con mazas y macanas, con dardos y hondas, con piedras y cuchillos. Ahora s�lo algunos pueblos tienen se�ores, pero no todos. Cuando surge la necesidad, acuden en torno del mejor, del m�s fuerte, del m�s capaz.

Los hechiceros y los brujos curan, leen el pensamiento, lo que se guarda en el coraz�n; ah� dentro nacen los lazos, ah� dentro se trenzan dioses y hombres.

Antes todo lo hac�an en barro y el barro ahora lo revela, porque es s�mbolo. En barro hablaban: era don de s� mismos y expresi�n de anhelos y esperanzas. Por �l cre�an en los cielos —muchos cielos— y en la tierra que todo era uno; uno el hombre y la tierra, una la mujer y la vida; unos los humanos, animales, vegetales; una la vida y la muerte, y �sta siempre al acecho, delante de grandes y peque�os: la que troncha los sue�os y el amor, la vida que nace y crece. Por eso, todos llevan como anta�o sus ofrendas a los difuntos, una y otra vez van con m�scaras, con tiestos, con sus pebeteros de copal.

Y ah�, en cada tumba, en cada rinc�n de esta tierra, est�n los perros de Colima: danzando o corriendo; echados al pie de la muerte o pl�cidamente dormidos; jugando con una mazorca en la boca o sentados mirando de hito en hito y con la lengua afuera; en definitiva, compa�eros del vivir y del morir, de la mano del hombre, en el presente y en el m�s all�; en estado de alerta, orejas y cola levantadas, con el hocico abierto, mostrando dientes y colmillos, olfateando la noche y el peligro.

Primera incursi�n espa�ola
La conquista definitiva
Fundaci�n de la Villa de Colima

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