Los poderosos en el siglo XVIII
hac�an cada vez m�s ostentaci�n de sus vestiduras suntuosas y casas repletas de art�culos de ornato procedentes de Asia y Europa, en tanto que las fiestas y el consumo de licores aumentaban al igual que los pleitos y trifulcas. Estos cambios en h�bitos y costumbres se produjeron tambi�n entre los cl�rigos, cuya conducta se relaj� y algunos hasta fueron acusados de poseer casas de juego, vender licor y vivir en concubinato.
Durante esta centuria fue consolid�ndose una poderosa oligarqu�a de terratenientes, comerciantes y ganaderos que, gracias a los fuertes lazos de uni�n que establec�an entre ellos por medio de matrimonios y compadrazgos, hicieron surgir verdaderas empresas familiares que constituyeron una respuesta a la eterna escasez de fondos y a la falta de instituciones financieras. Las corporaciones religiosas, por su parte, dispon�an de dinero en efectivo y eran muy socorridas por los urgidos de �l, aun cuando sol�an pagar intereses elevados y, en el caso de no poder solventar la deuda, a ceder sus bienes y propiedades. As� fue como las �rdenes religiosas acumularon gran cantidad de bienes ra�ces.
Para tener buenas relaciones con la Iglesia, en aras de sus favores mundanos y sobrenaturales, los oligarcas neogallegos se preocuparon siempre de que no les faltasen parientes lo mismo en el clero regular que en el secular. De la misma manera que, para asegurarse el favor de los funcionarios peninsulares, muchos buscaron que sus hijas contrajeran matrimonio con funcionarios espa�oles, a pesar de que estuvo expresamente prohibido. Mas la pr�ctica se hizo tan frecuente y dif�cil de evitar, que la Corona termin� por acceder tras un pago sustantivo. Cabe decir que en virtud de las m�ltiples cualidades que se les atribu�an y el atractivo que les asignaba su procedencia, las j�venes criollas aceptaban con gusto la idea de casarse con peninsulares.
Puede decirse que los espa�oles eran cada vez peor vistos en tierras americanas, s�ntoma de ello es que desde mediados del siglo XVII
se acu�ara el peyorativo mote de "gachupines" y cada vez fuese m�s generalizado su uso. El rechazo se volvi� m�s radical a partir de la creaci�n de las intendencias en 1786, ya que la Corona asumi� mayor autoridad sobre cada funcionario. Caus� entonces gran malestar entre los criollos la gran injerencia y fuerza de los intendentes, en detrimento de la importancia de los ayuntamientos dominados por ellos. Se�al de que las relaciones entre altos funcionarios y criollos poderosos no andaban bien, result� el descubrimiento, en 1793, de una conspiraci�n en Guadalajara para alzarse contra el intendente, dirigida por el mismo vicerrector del colegio tapat�o de San Juan Bautista.
Por su parte, los dem�s grupos raciales mantuvieron vivo su rencor contra los blancos, nacidos aqu� o all�, a quienes atribu�an sus mayores males. De ah� la cruda violencia que sobrevino despu�s.
En su mayor�a, los propietarios de haciendas, ranchos y estancias eran precisamente criollos que ahora resid�an casi indefectiblemente en la ciudad. Pocos eran espa�oles y los mestizos tan s�lo uno que otro.
Los pueblos de indios estaban rodeados de sus propiedades comunales, pero su productividad estaba muy por debajo de la que ten�an las tierras de blancos, laicos o religiosos, quienes impon�an precios y acaparaban tierras para ensanchar sus posesiones.
Cuando la cosecha era abundante y los precios bajaban, la hacienda almacenaba los excedentes, de manera que m�s tarde estaba en condiciones de venderlos a precios mucho mas altos. Las haciendas eran generalmente de buen tama�o y ya sin escasez de mano de obra. Pero hubo a cambio una sensible disminuci�n de circulante, agravada por la creciente inversi�n de los criollos en art�culos suntuarios que halagaban su tambi�n creciente vanidad.
En Los Altos, la propiedad ya peque�a de origen por la merma temprana de la poblaci�n ind�gena tendi� a fragmentarse a�n m�s debido al notable incremento demogr�fico, aparte de generalizarse el empleo de medieros y aparceros. Al norte y noroeste de la intendencia de Guadalajara el fraccionamiento de la tierra result� menor por la escasa poblaci�n y lo lejos que estaban de los principales centros de poblaci�n y comercio. En el sur, en cambio, mejor comunicado y poblado, la fragmentaci�n fue mayor.
No obstante constituir una regi�n m�s habitada, los alrededores de Guadalajara siguieron en poder de unas cuantas familias pudientes, quiz� porque cada una de sus haciendas se hab�a convertido en un peque�o universo agr�cola ganadero donde coexist�an negros, mulatos y mestizos junto con los indios, quienes se desempe�aban como peones y jornaleros.
En tales haciendas era donde se sembraba el trigo, mientras el ma�z y el frijol crec�an por doquier. Para regular su abastecimiento entre el grueso de la poblaci�n e intentar que los precios no subieran mucho, en 1622 comenz� a funcionar una alh�ndiga en Guadalajara. Pero result� incapaz de evitar la especulaci�n, especialmente en los tiempos dif�ciles.
Al mediar el siglo XVIII
la ca�a de az�car y la producci�n de panocha, aguardiente y mascabado, se hab�a afianzado por el rumbo de Zapotl�n, Ahuacatl�n, Amula y Tonaya. El tabaco tuvo un singular desarrollo con su libertad de cultivo, mas en 1768, tras la visita de Jos� de G�lvez, fue prohibido en Nueva Galicia y se determin� que s�lo en Veracruz pod�a cosecharse, aunque sigui� haci�ndose clandestinamente en esta regi�n.
El algod�n, en cambio, se plant� en las inmediaciones de Compostela y alcanz� un auge considerable hacia mediados del siglo, ayudado por el desplome en la producci�n de lana.
Famosa en esta �poca era la grana que se produc�a en Autl�n, la cual se vend�a en M�xico y Europa para te�ir los textiles. Al finalizar el siglo XVIII
empez� a preferirse la cochinilla de Oaxaca y Veracruz. A cambio, la regi�n se compens� con una creciente obtenci�n de sal en algunos puntos de la costa y Sayula.
En Los Altos, Cuqu�o y Tlajomulco la siembra de cebada fue importante, adem�s del garbanzo, usado desde entonces como forraje ganadero, el cual comenz� a cosecharse en Zapotl�n y, posteriormente, en Compostela y La Barca. El arroz y la lenteja arribaron a estas tierras desde el siglo XVI
, mas el consumo y producci�n del primero se generaliz� con mayor rapidez que la segunda.
Mientras en los primeros tiempos de la Colonia el ganado se volv�a mostrenco con facilidad, con el tiempo se logr� una organizaci�n que propici� mejores rendimientos. Tepic, Acaponeta, Compostela y Guachinango fueron localidades eminentemente productoras de vacuno, mientras Lagos y Aguascalientes abastec�an de mulas y caballos a las ferias de Toluca, Puebla y Tlaxcala.
En aquella �poca hab�a ya por muchas partes agaves azules y peque�as destiler�as del mezcal; el m�s afamado era el que se obten�a por el rumbo de Amatit�n y Tequila, dando lugar a que, al finalizar el siglo, fuese �sta una de las m�s ricas comarcas de la intendencia de Guadalajara. A pesar de las prohibiciones y trabas de que fue objeto este producto, m�s de la mitad de la construcci�n del actual Palacio de Gobierno de Guadalajara se financi� con los impuestos pagados por los destiladores del "vino mezcal" del partido de Tequila.
Cuando Jos� de G�lvez visit� la Nueva Galicia, en 1768, tra�a la consigna de recuperar para la Corona el manejo absoluto de la econom�a. G�lvez consider� que la miner�a podr�a servir para dar un nuevo empuje a la decadente fuerza del imperio, por lo que procedi� a buscar mecanismos para que las riquezas minerales de Zacatecas y Bola�os fuesen controladas directamente por el virrey. La vigilancia oficial se ejerc�a, igual que siempre, mediante un control severo del mercurio, principal elemento para la explotaci�n minera. Pese a ello, nunca pudo evitarse la enorme obtenci�n y venta ilegal del metal precioso.
Aunque estas localidades produjeron muy buenos dividendos desde 1747 hasta
1798, la miner�a neogallega no tuvo la misma importancia que la de otros lugares;
si al comenzar el siglo XVIII
su aportaci�n constitu�a 13% de todo el virreinato,
al iniciar el XIX
con dificultad llegaba a 4.5%. Otros centros mineros regionales
de menor importancia fueron Ameca, Hostotipaquillo, San Sebasti�n y Etzatl�n.
El repunte econ�mico de estas tierras atrajo desde el mediar del siglo XVIII
un nuevo grupo de peninsulares y criollos modestos, pero experimentados en materia de comercio y manufactura de muy variados productos. M�s de alguno de estos personajes logr� amasar una fortuna grande, pero los peque�os y medianos comerciantes tambi�n dieron sustento a la creciente actividad mercantil de la capital tapat�a y su comarca. La mayor�a de ellos se estableci� en Guadalajara y el resto lo hizo en poblaciones de menor cuant�a, donde introduc�an desde artesan�as ind�genas hasta productos suntuarios de diferentes or�genes y variados gustos.
A mediados del siglo XVIII
hab�a ya en Guadalajara un trabajo
m�s especializado de joyer�a y plater�a, carpinteros y alarifes, as� como obradores
y otros talleres de producci�n, que pon�an en evidencia la notable evoluci�n
de la otrora muy simple sociedad neogallega. Destaca la elaboraci�n de piezas
de lana o algod�n para la confecci�n de prendas de vestir, el empleo de la pita
para costales y hamacas, el tejido de petates y canastas con palma o tule y,
sobre todo, la excelente loza de Tonal� que segu�a siendo considerada "la mejor
de todo el reino".