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Si un filósofo de la historia tratase de encontrar la sustancia básica del desenvolvimiento político mexicano, hallaría quizás, como dato final de sus investigaciones, que mucho de la historia de México se explica por la lucha desigual entre el fatalismo de una mayoría abrumadora y el optimismo violento de una minoría siempre exigua. La gran masa del país, sorda e indiferente, sólo percibe el pulso nacional en los grandes momentos de los triunfos minoritarios, que entonces la hacen convertirse en espectadora entusiasta. Pero entre triunfo y triunfo esa masa enorme se mantiene aparte, escudada tras la esencia de su actitud: "lo que ha de pasar pasará". No es otra la razón última del fenómeno más característico de nuestra vida pública; el alzamiento armado. ¿Serían posibles en México los levantamientos si, de una vez por todas, la nación mexicana resolviera mandar mandar ella, no unos cuantos dentro de su territorio? Y ese fatalismo, que explica lo más, explica también
lo menos. A él debe atribuirse nuestra inactividad de estos
días ante la propaganda intervencionista norteamericana. Mientras
del otro lado del Bravo se gastan millones de dólares para
modificar nuestra vida, nosotros aquí nos mantenemos impasibles,
esperamos que "sea lo que hay de ser". Como si se tratara
de otro país no del nuestro escuchamos sin pestañear
las amenazas que nos vienen desde más allá de la frontera;
seguimos impávidos nuestra existencia de todos los días
y leemos con el tedio de costumbre nuestros periódicos, que
hacen de los barruntos intervencionistas un motivo de escándalo,
una fuente de noticierismo, no un objeto de grave meditación
y de resoluciones activas. Al contestar a las Cámaras mexicanas sus telegramas congratulatorios,
el embajador de los Estados Unidos, gran amigo de México, aconsejó
ayer a nuestros diputados y senadores que ayudaran a resolver el conflicto.
El consejo, obra de diplomático, viene hábilmente envuelto
en palabras reveladoras de un puro interés egoísta:
Mr. Fletcher pide a nuestros legisladores que "ayuden a proteger
las vidas de los norteamericanos residentes en este país".
Pero, si hemos de entenderlo bien, el consejo dirigido al poder
federal más influyente en la vida de una república
excede el sentido riguroso de las palabras: es toda una invitación
a los diputados y senadores de México para que desempeñen
su papel en estos momentos de peligro. El embajador norteamericano,
conocedor sin duda de nuestro carácter y nuestras costumbres,
y enterado, a la vez, de los propósitos de los Estados Unidos
respecto de México, sabe que nuestro fatalismo hereditario
dejará a las cosas seguir su propio curso, sin atajarlas ni
desviarlas, y nos muestra, con sutil discreción, la necesidad
de que todos los mexicanos intervengamos, de que intervenga en este
asunto el pueblo de México, el pueblo representado por sus
cuerpos legislativos. ¿Escucharemos el consejo? ¿Entenderán
el consejo nuestros diputados y senadores? 28 de julio de 1919. |