En el siglo XIV
y en la primera mitad
del XV,
la autoridad de los papas como jefes de la Iglesia y como
cabezas de un poder temporal viose menoscabada por el destierro en el sur de
Francia y por desastrosos cismas. Una nueva era comienza para el pontificado
en la elecci�n de Nicol�s V, en 1447, y termina con el Saco de Roma, en 1527,
ci�endo la tiara Clemente VII. Durante todo este periodo, los papas act�an m�s
como monarcas que como pont�fices, y la secularizaci�n de la Santa Sede es llevada
a sus �ltimos l�mites. El contrate entre las pretensiones sacerdotales y la
inmoralidad personal de los papas no puede ser m�s clamoroso. Los jefes de la
Iglesia, en este periodo, no miran todav�a con recelo al liberalismo renacenista.
A mediados del siglo XVI,
los Estados pontificios hab�anse convertido
en un verdadero reino. Y los papas de esta �poca posterior esfu�rzanse ya en
salir al pado del libre esp�ritu de Italia, por medio de la Inquisici�n y de
las �rdenes mon�sticas dedicadas a la ense�anza.
La historia de Italia ha estado siempre �ntimamente unida a la del papado; pero en ning�n periodo tanto como en estos 80 a�os de dominaci�n temporal de los papas, de ambici�n, nepotismo y libertinaje, que se hallan marcados tambi�n por la irrupci�n de las naciones europeas en Italia y por la secesi�n de los pueblos germ�nicos de la Iglesia romana. En este breve espacio de tiempo desfila por la C�tedra de San Pedro una serie de papas con una grandeza tanto dram�tica, desplegando un orgullo tan regio, un cinismo tan descarado, una avaricia tan voraz y una pol�tica tan suicida, que tal parece como si trataran, con sus actos, de dar la raz�n a quienes sosten�an que la divina providencia los hab�a puesto all� para precaver al mundo contra Babilonia.
Al mismo tiempo, la historia de la corte pontificia revela con una fuerza pasmosa las contradicciones entre la moral y las costumbres del Renacimiento. En los papas de este periodo, descubrimos los mismos rasgos que encontr�bamos en los d�spotas: una gran cultura, la protecci�n de las artes, la pasi�n por todo lo que fuera magnificiencia y los refinamientos de la cultura y la urbanidad alternando y no pocas veces mezcl�ndose con una b�rbara ferocidad de car�cter y con gustos rudos y hasta salvajes. De una parte, una disoluci�n pagana de las costumbres que habr�a escandalizado a los par�sitos de un C�modo o un Ner�n; de otro lado, un aparente celo por el dogma digno de un Santo Domingo. Vemos al vicario de Cristo adorado cono un dios por los pr�ncipes que impetran de �l la absoluci�n de sus pecados o la exenci�n de gravosas cargas y, al mismo tiempo, lo vemos pisoteado como soberano por los mimos potentados que se prosternan ante �l. La sensualidad sin cendales; el fraude c�nico y desvergonzado; una pol�tica que marcha hacia sus fines por la senda del asesinato. Las traiciones, los bancos de excomuni�n y los encarcelamientos; la venta descarada de las gracias espirituales; el tr�fico comercial con los emolumentos y los beneficios eclesi�sticos; la hipocres�a y la crueldad estudiadas como bellas artes; el robo y el perjurio elevados a sistema: he ah� el espect�culo casi diario que en esta �poca nos ofrece el pontificado. Y, sin embargo, el papa sigue siendo, mientras todo esto ocurre, una criatura sagrada. Su zapatilla es besada por miles de seres. Sus bendiciones y sus maldiciones reparten la vida y la muerte. Baja del lecho de una ramera para abrir o cerrar con sus llaves las puertas del infierno y del purgatorio. En medio del crimen, �l mismo se considera el representante de Cristo sobre la tierra.
Estas anomal�as, por muy estridentes que a nosotros puedan parecernos, y por
evidentes que en su tiempo se les antojaran a profundos pensadores como Maquiavelo
o Savonarola, no escandalizaban a la muchedumbre de gentes que eran testigos
de ellas. El Renacimiento era una �poca tan fascinante por su brillo, tan confusa
por la rapidez de sus cambios, que las distinciones morales se borraban y se
perd�an en una llamarada de esplendor, en una irrupci�n de vida nueva, en un
carnaval de energ�as desencadenadas. La corrupci�n de Italia s�lo era igualada
por su cultura. Su inmoralidad rivalizaba con su entusiasmo. No era la decadencia
de una vieja era que mor�a, sino la fermentaci�n de una nueva era que nac�a,
lo que gestaba estas monstruosas paradojas de los siglos XV
y XVI.
El contraste entre el cristianismo medieval y el paganismo renaciente
este violento conflicto entre dos principios contrarios, llamados a fundir
sus fuerzas y a reconstruir el mundo moderno hizo del Renacimiento lo que
�ste fue en Italia. Y en ninguna parte vemos la primera efervescencia de estos
elementos desplegarse con tanta fuerza como en la historia de los papas, que,
despu�s de haber intentado en vano, durante la Edad Media, ahogar los impulsos
de la humanidad bajo una cogulla, son ahora actos principales en la comedia
de Afrodita y Pr�apo, levantando de nuevo la frente al resplandor del d�a.
La lucha liberada entre los papas del siglo XIII
y los Hohenstaufen
termin� con la elevaci�n de los pr�ncipes de Anjou al trono de N�poles. Fue
el m�s pernicioso de todos los males que el poder papal infligi� a Italia. Vino
luego la tiran�a francesa, bajo la cual expir� en Anagni Bonifacio VIII. Benedicto
XI fue envenenado por instigaci�n de Felipe el Hermoso, y la sede pontificia
trasladada a Avi��n. Los papas dejaron de dominar la ciudad de Roma y los territorios
de la Roma�a, la Marca y el Patrimonio de San Pedro, que les hab�an sido confirmados
por la carta real de Rodolfo de Habsburgo (1273). Gobernaban sus posesiones
italianas por medio de legados pontificios, mientras las ciudades que hab�an
reconocido su poder iban pasando, una tras otra, bajo el yugo de pr�ncipes independientes.
Los Malatesta estableci�ronse en R�mini, P�saro y Fano; la casa de Montefeltro
confirm� su ocupaci�n de Urbino; Camerino, Faenza, R�vena, Forli e Imola pasaron
bajo el se�or�o de los Varani, los Manfredi, los Polentani, los Ordelafi y los
Alidosi.1
Estos tiranos segu�an reconociendo la supermac�a tradicional de los papas, pero
los nobles que acabamos de enumerar adquieren ahora una autoridad real y efectiva,
contra la que en vano lucharon durante cierto tiempo Egido de Albornoz y Roberto
de G�nova y que, en el futuro, absorber�a, para quebrantarla, todas la energ�as
de los papas Sixto y Alejandro.
Al paso que se debilitaba la influencia de los papas al otro lado de los Apeninos, tres grandes familias, las de los Orsini, los Sevelli y los Colonna, iban conquistando el rango de pr�ncipes en Roma y en su inmediata vecindad. Hab�an ido elev�ndose de diversos modos al poder, durante la segunda mitad del siglo XIII,
gracias al nepotismo de los papas Nicol�s III, Honorio IV y Nicol�s IV. Este nepotismo habr�a de dar perniciosos frutos en el futuro: durante el exilio de los papas en Avi��n, los Colonna y los Orsini llegaron a ser tan poderosos, que amenazaban la libertad y la seguridad del pontificado. Tambi�n a Sixto y a Alejandro les estaba reservada la empresa de deshacer en este punto la obra de sus predecesores y asegurar la independencia de la Santa Sede, abatiendo la soberbia de estos descollantes nobles.
En los Estados de la Iglesia, el poder temporal de los papas, basado en falsas donaciones, confirmado por la tradici�n y combatido por d�spotas rivales, representaba una anomal�a. Y, aunque diferente, no era menos peculiar su situaci�n en Roma. Mientras las facciones de los Orsini y los Colonna divid�an la Campagna y ensangrentaban las calles de la ciudad, Roma segu�a manteniendo, en la forma al menos, la vieja constituci�n de los caporionis y los senadores. El senador, elegido por el pueblo, no juraba obediencia al papa, pero s� defender su persona. El gobierno de la ciudad era ostensiblemente republicano. El papa no ten�a derechos de soberan�a, sino solamente el ascendiente que le daban inevitablemente sus riquezas y la posici�n de jefe de la cristiandad. Al mismo tiempo, el esp�ritu de Arnoldo de Brescia, de Brancaleone y de Rienzi reviv�a de vez en cuando en patriotas como Porcari y Baroncelli, que se rebelaban contra las injerencias o usurpaciones de la Iglesia en menoscabo de los privilegios de la ciudad. Roma no ofrec�a ninguna seguridad efectiva a los cardenales del Sacro Colegio. Estos no dispon�an all� de fortalezas como el Castello de Mil�n, ni ten�an tropas a su disposici�n. Cuando el pueblo o los nobles se levantaban contra ellos, lo mejor que pod�an hacer era retirarse a Orvieto o a Viterbo y aguardar all� a que pasara la tormenta.
Tal era la posici�n del papa, considerado como uno de los pr�ncipes gobernantes de Italia, antes de la elecci�n de Nicol�s V. Su autoridad era grande, pero indefinida, confirmada por el tiempo, pero sin base alguna ni en la fuerza ni en la ley. Sin embargo, Italia consideraba el papado como una instituci�n indispensable para su prosperidad, y Roma, por su parte, sent�ase orgullosa de que se la llamara la metr�poli de la cristiandad y dispuesta a sacrificar la sombra de libertades republicanas que a�n quedaba en pie a cambio de las ventajas materiales que pod�a reportarle la soberan�a de su obispo. Cu�l era el estado de �nimo de los vecinos de Roma acerca de esto nos lo indica una sentencia de Leo Alberti, con referencia al pontificado de Nicol�s: "La ciudad, con el jubileo, hab�ase convertido en una ciudad de oro; respet�base la dignidad de los ciudadanos; el pont�fice acced�a a toda petici�n razonable. No hab�a exacciones ni tributos nuevos. La justicia era rectamente administrada. La mayor preocupaci�n del pont�fice era embellecer la ciudad".2 La prosperidad que la corte pontificia procuraba a Roma constitu�a el principal punto de apoyo de los papas como pr�ncipes, por aquellos d�as en que muchos pensadores miraban con el recelo del Dante la uni�n de los poderes temporal y espiritual en el pontificado.3 Adem�s, por aquel entonces, Italia, considerada en su conjunto, experimentaba un cambio pol�tico instintivo y gradual: las rep�blicas ve�anse desplazadas por tiran�as, y los sentimientos del pueblo, en general, no eran en modo alguno hostiles a este camio. Hab�a llegado, por tanto, el momento propicio para que los papas convirtieran su autoridad mal definida en un despotismo afianzado, consolid�ndose en Roma como soberanos y sometiendo los Estado de la Iglesia a su jurisdicci�n temporal.
Esta obra fue iniciada por Tom�s de Sarzana, que en 1447 subi� al solio pontificio bajo el nombre de Nicol�s V. Una parte de su biograf�a pertenece a la historia de las humanidades y no es necesario tocarla aqu�. Educado en Florencia, a la sombra de la casa delos M�dicis, hab�a asimilado aquellos principios de deferencia a la autoridad del pr�ncipe que estaban suplantando las viejas virtudes republicanas a lo largo de Italia. Hab�anse curado las desgarraduras de los cismas abiertos en la Iglesia cat�lica. En vista de que su poder espiritual no tropezaba con la menor oposici�n, el nuevo papa decidi� acometer la obra de consolidar el poder temporal de sus Estados. Lo afianz� en este prop�sito la conspiraci�n de St�fano Porcari, noble romano que hab�a intentado levantar en la ciudad el entusiasmo republicano en el momento de la elecci�n pontificia y que m�s tarde trat� de atentar contra la libertad del papa, si no contra su vida. Porcari y sus c�mplices fueron ejecutados en 1453, y con este acto el pont�fice proclam�se, en realidad, como monarca. Dedic� las grandes riquezas que el jubileo de 1450 hizo afluir a las arcas pontificias 4 a embellecer la ciudad de Roma y a levantar una fortaleza para el soberano pont�fice. Fue reforzado el Mausoleo de Adriano, que mucho antes, durante la Edad Media, se hab�a utilizado ya con los mismos fines. El puente de S. Angelo y la Ciudad Leonina quedaron, as�, comunicados y defendidos por medio de un sistema de murallas y obras exteriores, que pon�an en manos del papa las llaves de Roma. Empez� a surgir un nuevo Vaticano y se echaron, dentro del circuito de los dominios papales, los cimientos para una nueva y m�s noble bas�lica de San Pedro.
Nicol�s V hab�a concebido, en realidad, la gran idea de restaurar la supremac�a de Roma, no al modo de Hildebrando, es decir, reforzando el poder espiritual del pontificado, sino instaurando a los papas como reyes, renovando la magnificiencia arquitect�nica de la ciudad Eterna y convirtiendo la corte pontificia en el centro de la cultura europea. En el testamento dictado por este papa desde su lecho de muerte a los pr�ncipes de la Iglesia registra todo lo hecho por �l en pro de la arquitectura secular y eclesi�stica de Roma y expone su profundo sentido de la necesidad de asegurar a los papas contra la revoluci�n de dentro y la fuerza de fuera, a la vez que su deseo de exaltar a la Iglesia, rodeando su solio de todo el esplendor posible a los ojos de la cristiandad. El testamento de Nicol�s V constituye un memorable documento. Nada ilustra mejor la transici�n de la Edad Media al esp�ritu mundano del Renacimiento que la convicci�n pontificia de que los destinos de la cristiandad dependen de la grandeza y la gloria de la ciudad de Roma. La obra iniciada por �l fue llevada adelante, en medio del crimen, la anarqu�a y la violencia, por los sucesivos papas del Renacimiento, hasta que, por �ltimo, en 1527, las tropas de Frundsberg allanaron el camino para los jesuitas de Loyola, y Roma, que segu�a siendo la Ciudad Eterna, emboz� su esplendor y sus esc�ndalos bajo el negro manto de los inquisidores espa�oles. Pero ya para entonces hab�an llegado a su t�rmino los cambios pol�ticos del pontificiado que iniciara Nicol�s V, y durante m�s de tres siglos, los papas ocuparon su trono entre los reyes de la tierra.
De Alfonso Borgia, que rein� tres a�os bajo el nombre de Calixto III, poco
hay que decir, como no sea que su pontificado dio paso a la grandeza de su sobrino,
Rodrigo Lenzuoli, a quien la historia conoce como Rodrigo Borgia, en homenaje
al t�o. Los �ltimos d�as de Nicol�s hab�anse visto ensombrecidos por la ca�da
de Constantinopla y el peligro inminente que amenazaba a Europa por parte de
los turcos. Todas las energ�as de P�o II dirigi�ronse hacia la meta de unir
las naciones europeas contra el infiel. Eneas Silvio Piccolomini ostenta un
nombre ilustre en los anales del Renacimiento, como autor, orador, diplom�tico,
viajero y cortesano. Como papa, llama la atenci�n por el ingenuo celo que depleg�
en el vano intento de levantar la piedad y la devoci�n de la cristiandad contra
los enemigos de la civilizaci�n y la fe. Rara vez se habr� dado un contraste
tan marcado entre el hombre y el pont�fice como el que observamos en P�o II.
Este hombre de letras y de mundo, aficionado a los placeres, astuto y de pensamiento
libre, se convirti�, al ce�ir la tiara, en un Santo Padre, celoso de todo lo
que pertenec�a a la Iglesia y empe�ado en poner en conmoci�n a Europa, apelando
a motivos e ideas que hab�an perdido toda su fuerza tres siglos antes. Federico
II y San Luis de Francia hab�an cerrado la era de las Cruzadas, el primero cerrando
un trato con el infiel, el segundo alargando la mano hacia la corona del martirio.
Eneas Silvio Piccolomini era el espejo de su tiempo: un humanista y estilista,
imbuido del gusto ret�rico y seudocl�sico del temprano Renacimiento. P�o II
es casi un anacronismo. Por los epigramas de Filelfo a su muerte podemos inferir
cu�n grande fue el desenga�o que experiment� el mundo culto, al descubrir que
el nuevo papa, de quien tanto hab�a esperado, se negaba a desempe�ar el papel
de Mecenas de las letras y de las artes:5
El propio papa ten�a clara conciencia de la discrepancia entre su yo de ayer y el de hoy. Aeneam rejicite, Pieum recipite, exclama en un celebrado pasaje de su Retractaci�n, donde se declara sinceramente arrepentido de las irrevocables palabras de ligera y vana poes�a que soltara al viento en su atolondrada juventud. Y aunque P�o II fracasara virtualmente por falta de la energ�a necesaria para conducir a su �poca, hacia el pasado, hacia el ideal del cristianismo de los primeros tiempos, o hacia el futuro, por la senda de la cultura moderna, es, desde luego, el �ltimo papa del periodo renacentista a quien podemos mirar con verdadero respeto. los que le siguen y cuyos caracteres m�s bien que su acci�n como pont�fices pasamos a examinar ahora, sacrifican los intereses del cristianismo a sus ambiciones familiares, aseguran su soberan�a a costa de la discordia de Italia, negocian con el infiel y representan el papel del Anticristo en la escena europea.
Cabr�a escribir la historia de estos reyes-sacerdotes sin detenerse m�s que muy por encima en los hechos escandalosos de sus pontificados, entrelazando la cr�nica cortesana del Vaticano en un relato de la pol�tica europea, u ocultando la verdadera faz de los dignatarios pontificios bajo la m�scara construida para ellos por los apologistas eclesi�sticos. No puede ser �sta, sin embargo, la l�nea que adopte un escritor dedicado a estudiar la civilizaci�n italiana en los siglos XV
y XVI.
Este historiador debe pintar a los papas del Renacimiento tal y como se revelan en medio de la sociedad de su tiempo, cuando Lorenzo de M�dicis llamaba a Romal el "vertedero de todos los vicios" y cuando observadores tan sagaces como Maquiavelo y Guicciardini atribu�an a su influencia toda la depravaci�n moral y la decadencia pol�tica de Italia. Alguien dir�, tal vez, que no hace falta pintar el desenfreno de esta corte, que, al levantar la conciencia del norte de Europa hasta un sentido de verg�enza intolerable, fue una de las principales causas que provocaron el movimiento de la Reforma. Pero, sin registrar aquellos viejos esc�ndalos, ser�a igualmente imposible llegar a comprender en sus verdaderos t�rminos la moral italiana y adquirir una profunda y certera visi�n de los sentimientos sociales de Italia, en aquel tiempo, tal como los expresa la literatura. Y el historiador de esta �poca no se saldr� de su misi�n, aunque los hechos que haya de registrar parezcan arrancados al mundo de la leyenda y no al de la realidad. Ninguna ficci�n encierra elementos m�s fant�sticos, ning�n mito o alegor�a se presta m�s para expresar la verdad por medio de las figuras de la imaginaci�n, que los aut�nticos y bien probados anales de este periodo de 70 a�os, que va de 1466 a 1534.
Paulo II era un veneciano llamado Pietro Barbi, que comenz� la carrera de su vida como comerciante. Hab�a embarcado sus bienes mundanos a bordo de un buque mercante que se dispon�a a zarpar para el extranjero, cuando recibi� la noticia de que su t�o acababa de ser investido papa bajo el nombre de Eugenio IV. Pens�, y no se equivocaba, que le ser�a m�s f�cil hacer fortuna dentro de la Iglesia, con su t�o en el solio pontificio, que navegando por las aguas del mar y ejerciendo su ingenio como mercader. Descarg�, pues, sus fardos, agarr� el libro de oraciones, se hizo cura, y a los 48 a�os lleg� al papado. Llamaba la atenci�n por su belleza y sent�ase inclinado a tomar, como papa, el t�tulo de "Formosus", pero los cardenales le disuadieron de este alarde de vanidad y ci�� la tiara, en 1464, bajo el nombre de Paulo.
Su caracter�stica dominante era un amor vulgar por la ostentaci�n. Gastaba enormes sumas en coleccionar joyas y solamente su tiara estaba valuada en 200 000 florines de oro. Hac�a gala de su esplendidez en todas las ceremonias, lo mismo las eclesi�sticas que las seculares, y le deleitaba mostrarse ante los ojos de los romanos como el primer actor en una bendici�n de Pascuas o en una procesi�n de Carnaval. Los cardenales pobres recib�an subsidios de la bolsa del papa, para que con sus s�quitos pudieran a�adir lustre a su cortejo. Las artes encontraron en �l un generosos protector. Para la construcci�n del palacio de San Marcos, que rompe abiertamente con el estilo g�tico hasta entonces en boga, trajo a Roma eminentes arquitectos y dio empleo a Mino da Fi�sole, el escultor, y al tallista en madera Giuliano de San Gallo. Fueron restaurados a su costo los arcos de Tito y Septimo Severo, as� como la estatua de Marco Aurelio y las esculturas de Monte Cavallo. Donde m�s especialmente se revelaba como conocedor de las cosas del arte era en su colecci�n de gemas, medallas, piedras preciosas y camafeos, llegando a acumular en sus gabinetes raros tesoros de la Antig�edad y valiosas obras maestras de los aur�fices italianos y flamencos. La protecci�n del arte contempr�neo, unidad a su estimaci�n por los monumentos cl�sicos, le revela como un verdadero Mecenas del m�s puro tipo renacenista.6
Pero las cualidades del dilettante no eran las m�s apropiadas para dar lustre a un pont�fice que gastaba las riquezas de la Iglesia en acumular objetos raros inmensamente costosos. Su sed de oro y su af�n de atesoramiento eran tan grandes, que cuando quedaba vacante un obispado neg�base con frecuencia a proveerlo, reteniendo sus rentas en su propio provecho. Su corte era un despliegue de lujo y gustaba de entegarse, en la intimidad, a los placeres sensuales.7
Claro est� que todas estas cualidades no ten�an por qu� desacreditar su nombre en Roma, donde el Santo Padre estaba ya considerado como un d�spota italiano m�s, con ciertos aditamentos sacerdotales. Lo que le vali� su impopularidad fue la persecuci�n del platonismo, en una �poca como aqu�lla, en que los hombres ten�an derecho a esperar que, sucediera lo que sucediese, se respetar�a por lo menos el saber. El ejemplo de las academias florentina y napolitana hab�a animado a los romanos a fundar una sociedad para las discuciones filos�ficas. El papa recelaba de que detr�s de ella hab�a, en realidad, una intriga pol�tica. Y la sospecha no estaba totalmente desprovista de fundamento. Estaban todav�a frescos en el recurdo de la gente la conspiraci�n de Porcari contra Nicol�s V y los motines catilinarios de Tiburzio que hab�an conmovido el pontificado de P�o II; y la posici�n del papa, en Roma, no era todav�a, ni mucho menos, segura. Contribu�a a aumentar la alarma de Paulo el hecho de que formaran parte de la Sociedad Plat�nica algunos eruditos nombrados por P�o II, secretarios de los Breves (abbreviatori) y separados del cargo por �l. Su animosidad hacia el papa era natural y mal recatada. Al mismo tiempo, el encono que Lorenzo Valla sent�a y expresaba contra el poder temporal pod�a, en una edad de conspiraci�nes como �sta, traducirse en actos violentos cuando menos se pensara. Le�n Alberti da a entender que Porcari estaba apoyado por gentes poderosas fuera de Roma; y una de las acusaciones que se le hac�a a los secuaces del platonismo era la de que Pomponio Leto se hab�a dirigido al humanista Platina, llam�ndolo Santo Padre. Hay que advertir, para comprender la significaci�n de esto, que tanto Pomponio Leto como Valla ten�a influencia en N�poles, mientras que el papa estaba a punto de romper abiertamente con el rey Fernando. Ten�a por tanto, motivos m�s que suficientes para recelar de una intriga napolitana, en la que los humanistas representaran los papeles de Bruto y Casio.
Sin embargo, aunque nos demos al trabajo de buscar algunas razones al p�nico del papa, lo cierto es que, a la postre, se demostr� que estaba equivocado, y nadie puede abrigar duda acerca de la estupidez, la crueldad y la injusticia de su conducta posterior. Se apoder� de los principales miembros de la Academia romana, los encarcel�, mand� que les aplicaran la tortura, y algunos de ellos murieron en el potro. "Habr�ase dicho escribe Platina que el Castillo de San Angelo era el toro de Falaris: sus b�vedas resonaban con los gritos de j�venes v�ctimas inocentes." No fue posible arrancar a los torturados la menor prueba de que estuvieran conspirando. En vista de ello, el papa persigui� a los supervivientes como heterodoxos. Lograron, sin embargo, probar a satisfacci�n de los inquisidores pontificios la reciedumbre de su fe. No quedaban m�s que dos caminos: o ponerlos en libertad, o sepultarlos vivos en los calabozos, para que la gente no dijese que Su Santidad los hab�a detenido sin causa ni raz�n. Y esto fue, en efecto, lo que se hizo. Uno de los abbreviatori destituidos por Paulo II y uno de los miembros de la Academia plat�nica torturados por sus verdugos fue Platina, el historiador de los papas. El suceso de la persecuci�n pontificia no pierde, pues, nada en el relato, porque si en algo descollaban los humanistas del siglo XV
era en la redacci�n de reticencias e invectivas. Platina relata, entre otras an�cdotas, c�mo, mientras los sayones dislocaban sus miembros en el porto, los inquisidores Vianesi y Sanga sosten�an un animado y desenvuelto coloquio sobre un anillo que uno de ellos dec�a bromeando que el otro hab�a recibido de una muchacha como prenda de amor. He aqu� una estampa bien caract�ristica de la Roma papal, bajo el Renacimiento.
Paulo II no vivi� tanto como su relativa juventud hizo a la gente suponer que viviri�. Muri� de un ataque de apoplej�a en 1471, repentinamente y estando solo, despu�s de haber comido dos enormes sand�as, duos praegrandes pepones. Su sucesor en el solio pontificio era un hombre de baja extracci�n, llamado Francesco della Rovere, que hab�a nacido cerca de la aldea de Savona, en la Rivera genovesa. Queriendo a todo trance pasar por noble, ya en ell papado, se granje� la buena voluntad de la antigua casa de los Rovere de Tur�n d�ndole dos capelos cardenalicios, y de este modo pudo hacerse pasar por pariente suyo. A los Royere pertenece el escudo con el roble dorado sobre azul que Miguel �ngel pint� en la b�veda de la Capilla Sixtina como homenaje a Sixto y a su sobrino Julio. Despu�s de sobornar a los miembros m�s venales del Sacro Colegio, Francesco della Rovere fue elegido papa y subi� al solio con el nombre de Sixto IV.
Comenz� su carrera con una mentira. Aunque suced�a en la Silla de San Pedro al avaricioso Paulo, que hab�a pasado la vida atesorando dinero, asegur� que s�lo hab�a encontrado 5 000 florines. La prodigalidad con que inmediatamente acumul� riqueza sobre sus sobrinos, vino a demostrar la falsedad de esta aseveraci�n. Resulta dif�cil y deagradable aludir siquiera a las horribles sospechas en que aparec�a envuelto el nacimiento de dos de estos sobrinos del papa y a las causas de la debilidad que �ste sent�a por ellos. Y, sin embargo, la vida privada de Sixto IV hace que sean veros�miles hasta las historias m�s monstruosas, al paso que las gracias y los honores derramados a manos llenas sobre dichos sobrinos recuerdan la parcialidad de un Ner�n por Dor�foro.8 Podemos, sin embargo, detenernos un momento a examinar los principales rasgos de su nepotismo, ya que fue Sixto el primer pont�fice que organiz� sistem�ticamente un sistema encaminado a saquear las riquezas de la Iglesia para exaltar al rango de pr�ncipes a sus parientes. Ya hemos expuesto en p�ginas anteriores la debilidad de su pol�tica.9 Su justificaci�n, si es que tiene alguna, reside en las exigencias de una dinast�a carente de suceci�n leg�tima o hereditaria. Los sobrinos del papa eran Lionardo, Giuliano y Giovanni della Rovere, los tres hijos de su hermano Rafael; Pietro y Girolamo Riario, hijos de su hermana Yolanda, y Girolamo, hijo de otra hermana del papa, casada con Giovanni Basso. Con la notable excepci�n de Giuliano della Rovere,10 estos j�venes no ten�an prendas especiales para brillar, fuera de una buena traza y de cierto esp�ritu marcial, que cuadraba por cierto bastante mal con las ignidades eclesi�sticas conferidas a lgunos de ellos. Lionardo fue nombrado prefecto de Roma y casado con una hija natural del rey Fernando de N�poles. Giuliano obtuvo un capelo cardenalicio y, despu�s de una turbulenta guerra con algunos belicosos papas, subi� al solio pontificio bajo el nombre de Julio II.Girolamo Basso fue creado cardenal de San Cris�gono en 1477 y muri� en 1507. Girolamo Riario cas� con Catalina, hija natural de Galeazzo Sforza. El papa compr� para �l, en 1473, la aldea de Imola, con dinero de la Iglesia y, despu�s de a�adirle el se�or�o de Forlio, hizo de irolamo un duque. Muri� en este lugar en 1488, asesinado por sus s�bditos, pero no sin que antes hubiese fundado una l�nea de pr�ncipes.
Pietro, el otro sobrino de la sangre de los Riario o, seg�n proclamaba la escandalosa fama y Muratori asegura, hijo del propio papa, fue elevado a la edad de 26 a�os a las dignidades de cardenal, patriarca de Constantinopla y arzobispo de Florencia. No pose�a virtudes, talentos ni cualidades de ninguna clase, m�s que su belleza, el cari�o del papa y el extravagante desenfreno de su propia vida, para pasar a la memoria de la posteridad. Toda Italia se llen�, durante dos a�os, del eco de sus org�as. Sus rentas oficiales estim�banse en 60 000 florines de oro, pero en su breve carrera de magnificiencia y libertinaje logr� dilapidar una suma calculada en no menos de 200 000.
Cuando Leonor de Arag�n pas� por Roma para celebrar sus bodas con el marqu�s de Ferrara, el vanidoso patriarca mand� levantar en la Piazza de Santi Apostoli un fastuoso pabell�n para que la princesa se aposentase.11 Estaba dividido en c�maras que se comunicaban con el palacio del cardenal. Las cortinas ordinarias eran de terciopelo y seda blanca y granate, y una de las estancias estaba decorada con los famosos tapices de Nicol�s V repesentando la Creaci�n del Universo. En esta m�gica mansi�n improvisada todos los utensilios, hasta los de uso m�s vil, eran de plata. Para refrescar el aire de la sala de los banquetes, hab�anse instalado en ella abanicos colgantes: tremantici coperti, che facevano continoamente vento, son las palabras de Corio; y sobre una columna, en el centro de la sala, un bello efebo desnudo, con el cuerpo dorado, derramaba constantemente agua de una urna.
La descripci�n de la fiesta llena tres p�ginas de la obra de Corio, en la que encontramos una minuciosa lista de los manjares servidos: jabal� y venado asados enteros; naranjas mondadas, doradas y en confitura; pastas doradas; agua de rosas pra el lavamanos, y los cuentos de Perseo, Atlanta, H�rcules y otros representados en pasteler�a, tutte in vivande. El historiador nos cuenta, asimismo, c�mo las representaciones de H�rcules, Jas�n y Fedra alternaban con la historia de Susana y los Viejos, representada por actos florentinos, y con los misterios de San Giovan Battista decapitato y aquel Giudeo che rosti il corpo di Cristo. Los criados iban vestidos de seda y el senescal cambi� cuatro veces, en el transcurso del banquete, sus ricas prendas, cubiertas de cadenas y de joyas . Ninfas y centauros, cantantes y bufones beb�an vinos escogidos en vasos de oro. El eminent�simo y reverend�simo se�or del palacio, entre tanto, mov�ase entre sus invitados "como el hijo del gran C�sar". Las fiestas duraron desde un sabado hasta un martes. Ercole de Este y la novia, en los momentos que les dejaban libres los juegos, danzas y banquetes, todos tan fastuosos como el que acabamos de describir, asist�an a las ceremonias en la bas�lica de San Pedro y visitaban a las notabilidades de Roma.
Con derroches como �stos, se comprende que el joven cardenal, a pesar de su enorme riqueza, dejase al morir 60 000 florines de deudas. Afortunadamente para la Iglesia y para Italia, muri� pronto. Expir� en Roma, en el mes de enero de 1474, despu�s de haber hecho gala de sus imp�dicas org�as en Mil�n y Venecia, como legado pontificio. Rumor�base, aunque no pudo llegar a confirmarse, que los venecianos hab�an ayudado a su suerte por medio del veneno.12 Los excesos sensuales de todas clases en que durante 25 meses continuos se encenag� este hijo del pueblo bajo, elevado de pronto al esplendor de los pr�ncipes, bastan para explicar su prematura muerte, sin necesidad de recurrir a la hip�tesis del envenenamiento. Con �l, desaparec�a un plan que pod�a haber conducido a hacer del pontificado un reino hereditario y secular. Durante su estancia en Mil�n, Pedro Riario sell� un trato con el duque, por virtual del cual Galeazzo Mar�a Sforza ser�a coronado rey de la Lombard�a y el cardenal legado subir�a al trono pontificio.13 D�cese que el papa Sixto estaba dispuesto a abdicar en favor de su sobrino, con la mira de instaurar m�s firmemente a su familia en la tiran�a de Roma. El plan no era, ciertamente, muy juicioso, pero no debemos considerarlo, sin embargo, tan impracticable como a primera vista pudiera parecer, teniendo en cuenta el gran poder y la enorme riqueza de la familia Sforza. Es el mismo sue�o que flotar�, pocos a�os despu�s, ante la imaginaci�n , en su impasible estilo, que el �nico camino que en sus d�as le quedan al nepotismo es convertir en pontificado en un poder hereditario.14
Si queremos saber cu�l era la opini�n que las gentes de la �poca hab�an llegado a formarse del cardenal de San Sixto durante los dos a�os de su eminencia, no tenemos m�s que leer los siguientes versos de un epigrama colocado, seg�n nos informa Corio, sobre su tumba:
Fur, scortum, leno, maechus, pedico, cynaedus,
Et scurra, et fidicem cedat ab Itali�.
Namque illa Ausonii pestis scelearata senat�s,
Petrus, ad infernas est modo raptus aquas.
Despu�s de la muerte de Pedro, el cardenal, Sixto IV derram� sus gracias, en igual manera, sobre el �ltimo de sus sobrinos, Giovanni della Rovere. Este Giovanni hab�a casado con una hija de Federico de Montefeltro, duque de Urbino, y le fue conferido el ducado de Sinigaglia. M�s tarde, a la muerte de su hermano Leonardo, se le design� prefecto de Roma. Fue �l quien fund� la segunda dinast�a del ducado de Urbino. La violencia plebeya que distingu�a a estas gentes del linaje della Rovere lleg� a su apogeo en el hijo de Giovanni, duque Francisco Mar�a, quien, siendo un joven de 16 a�os, asesin� por su propia mano a un mozo de quien su hermana estaba enamorada y que m�s tarde, cuando ten�a 20 a�os, apu�alo al legado papal en las calles de Bolonia hasta dejarlo muerto y derrib� de un pu�etazo, durante un consejo de guerra, en 1526, a Guicciardini el historiador.
Sixto IV, a la vez que proteg�a de este modo a su familia, no pod�a vivir sin tener cerca de su persona alg�n joven protegido, de bella estampa. En 1643, hizo a su ayuda de c�mara, un mozo de 20 a�os, sin ninguna cultura y de baja extracci�n, cardenal y obispo de Parma. Su �nico m�rito era poseer la belleza de un efebo ol�mpico. Aunaba felizmente a este don divino un car�cter inofensivo, aunque bastante est�pido.
La protecci�n dispensada a manos llenas sobre sus favoritos hac�a que el papa, como es l�gico, anduviese siempre corto de dinero. Para reponer sus arcas, recurr�a principalmente a dos m�todos. El primero consist�a en la venta p�blica de los cargos y honores de la Corte romana, cada uno de los cuales ten�a su precio.15 Un poco m�s de recato y de reseva se pon�a en la cotizaci�n de los beneficios eclesi�sticos, pues a�n no se consideraba la simon�a como un pecado venial. Era p�blico y notorio, sin embargo, que el papa estaba siempre dispuesto a sacar dinero de cuantos privilegios pudiera dispensar. "Nuestras iglesias, nuestros sacerdotes y nuestros altares, los sagrados ritos, las preces, el cielo y hasta el mismo Dios; todo es cotizable en dinero", exclama un erudito de la �poca. Y Sixto, por su parte, sol�a decir: "A un papa le basta con la pluma y la tinta para obtener la suma que necesite, en cualquier momento".16 El otro gran recurso financiero de que dispon�a el pont�fice era el monopolio de los granos en los Estados pontificios. Provoc�banse, para ello, ficticias carest�as, en las que el precio del trigo alcanzaba enormes alturas; se exportaba del reino el trigo de mejor calidad y se importaba grano de calidad inferior; el papa obligaba a sus s�bditos a comprar el de sus almacenes y enriquec�ase as� con el hambre y la pobreza de sus exhaustas provincias. El mismo procedimiento empleaba en el sur el rey Fernando de N�poles. Vale la pena escuchar lo que era este pan, de labios de uno de los hombres condenados a comerlo: "El pan amasado con el trigo a que me he referido era negro, apestoso, abominable; le obligaban a uno a comerlo, y ello era causa de frecuentes enfermedades en el Estado"17
Pero Sixto IV no ofrec�a a la cristianidad solamente el espect�culo de un papa que traficaba con el hambre de sus s�bditos y con las cosas sagradas de Dios para derramar sobre las cabezas de sus favoritos, a manos llenas, el oro as� acumulado. La paz de Italia fue destituida por una serie de devastadoras guerras, sin otra finalidad que favorecer a las mismas indignas criaturas del favor pontificio. El papa deseaba anexionar el ducado de Ferrara a los dominios de Girolamo Riario. Lo �nico que se opon�a a sus designios era la casa de Este, firmemente instaurada desde hac�a varios siglos y encabezada por medio de matrimonios o de alianzas con las principales ciudades de Italia. Sixto IV, cuyo deleite por la sangre y la camorra corr�a parejas con su avaricia y sus costumbres libertinas,18 entreg�se con verdadera fruici�n a un proyecto que llevaba consigo la discordia de toda la pen�nsula. Hizo y deshizo tratados con Venecia, atiz� todas las pasiones de los d�spotas y los manej� a su antojo, llam� a la Lombard�a a los mercenarios suizos y cuando, por fin, ya cansadas de guerrear por su sobrino, las potencias italianas concertaron la paz de Bagnolo, el papa muri� de rabia, en 1484. Fueron, en realidad, el furor y el desencanto que le caus� el ver restaurada la paz en el pa�s lanzado por �l a la discordia y a la guerra en aras de su sobrino favorito, los que determinaron la muerte de Sixto IV.
Pero todav�a nos queda por relatar el crimen de Sixto IV que con mayor fuerza pinta la corrupci�n a que en esta �poca hab�a llegado el poder pontificio. Nos referimos a la sanci�n de la conjura de los Pazzi contra Juli�n y Lorenzo de M�dicis. En el a�o 1477, los M�dicis, despu�s de eliminar de la magistratura de Florencia a los pr�ncipes mercaderes de la familia de los Pazzi y de incurrir de otros modos en su enojo, hab�an empujado a Roma, llenos de encono, a un individuo de este linaje, Framcesco de'Pazzi. Sixto IV lo nombr� su banquero, en sustituci�n de la compa��a de los M�dicis. Se hizo amigo �ntimo de Girolamo Riario y era bien recibido en la corte pontificia. Razones de orden pol�tico hac�a que el papa y sus sobrinos ardiesen por aquel entonces en deseos de destruir a los M�dicis, quienes se opon�an a los planes de engrandecimiento de Girolamo en la Lombard�a. Su rencor indujo a Francesco de'Pazzi a secundar sus planes y estimular sus bajas pasiones. Entre los tres, urdieron una trama conspirativa, a la que se unieron Salviati, arzobispo de Pisa, otro enemigo rec�ndito de los M�dicis, y Giambattista Montesecco, capit�n muy afecto a la causa del conde Girolamo.
El primer plan de los conspiradores fue atraer a Roma a los hermanos M�dicis, para darles all� muerte. Pero los j�venes potentados eran demasiado prudentes para salir de Florencia, su baluarte. En vista de ello, Pazzi y Salviati se trasladaron a la Toscana, confiando en que se les ofrec�a all� la ocasi�n para asesinar a sus dos enemigos juntos, ya fuese en un banquete o en la iglesia. La misi�n de eliminar a Juli�n fue encomendada a Bernado Bandini, hombre que se hab�a encumbrado en el comercio, y a Francesco Pazzi. Por su parte, Giambattista Montesecco asumi� el encargo de deshacerse de Lorenzo.19
Fue elegida, por fin, para la ejecuci�n del plan la fecha del 26 de abril de 1478. El lugar se�alado era el Duomo.20 La se�al para llevar a cabo el crimen, la elevaci�n de la Sagrada Forma, a la hora de la misa. Llegaron los dos M�dicis. Los conspiradores abrazaron a Juli�n y se dieron cuenta de que el t�mido joven hab�a dejado en casa su cecreta cota de malla. Pero se present� una dificultad, que deber�a haber sido prevista. Montesecco, con ser un asesino, neg�se a apu�alar a Lorenzo delante del altar mayor; en el �ltimo momento, sinti� que su valor deca�a ante el respeto que, a pesar de todo, le infund�a la santidad del lugar. Aparecieron entonces dos sacerdotes, curados de aquellos necios escr�pulos. Una vieja cr�nica lo relata as�: "Se encontr� otro hombre que, por ser un sacerdote, estaba m�s acostumbrado al lugar y no sent�a, por tanto, la superstici�n que la santidad del templo inspiraba". Pero esto lo ech� a perder todo. Los sacerdotes, aunque m�s sacr�legos que los bravos, eran menos diestros en las artes del asesinato. No acertaron a descargar sus pu�ales. Juli�n fue mortalmente apu�alado por Bernardo Bandini y Francesco de'Pazzi, en el momento mismo de alzar. Pero Lorenzo escap� con una herida sin importancia. Toda la conspiraci�n se vino a tierra. En la venganza que el enfurecido pueblo de Florencia tom� sobre los asesinos, fueron colgados de las ventanas del Palazzo Pubblico el arzobispo Salviati, Jacobo y Francesco de'Piazzi y algunos otros conspiradores. Por este acto de violencia perpetrado en la sagrada persona de un sacerdote asesino, el papa, que ten�a sobre su propia conciencia un crimen horrendo, hecho de traici�n, sacrilegio y asesinato, excomulg� a Florencia y sostuvo durante varios a�os una guerra furiosa contra la rep�blica. Y s�lo en 1481, cuando la aparici�n de los turcos sobre Otranto le hizo tembalr por su propia seguridad, accedi� a sellar las paces con aquellos enemigos a quienes �l mismo hab�a provocado, conspirando para darles la muerte.
Otro rasgo peculiar del pontificiado de Sixto IV merece especial menci�n. Bajo sus auspicios, en 1478, fund�se en Espa�a la Inquisici�n para el exterminio de los jud�os, los moros y los cristianos manchados de herj�a. Durante los cuatro a�os siguientes, fueron quemados en Castilla unas 2 000 v�ctimas. En Sevilla, destin�se a estas ejecuciones rituales un lugar aparte una nueva Aceldama, conocido con el nombre del Quemadero; en un a�o, fueron entregados all� a las llamas 280 herjes, a la par que se condenaba a otros 79 a la c�rcel perpetua y a unos 17 000 a penas m�s leves. Cinco mil casas fueron abandonadas por sus moradores, solamente en Andaluc�a. A�os m�s tarde, en 1492, el rey de Espa�a dio su famoso decreto contra los jud�os, y no hab�an pasado cuatro meses de esto cuando toda la poblaci�n jud�a fue obligada a salir del pa�s, sin llevar con ella ning�n objeto de oro o plata. No les quedaba otro recurso que convertir sus propiedades, de la noche a la ma�ana, en letras de cambio y en bienes f�cilmente tranportables. El mercado viose en seguida ah�to: una casa se entregaba por un asno y una vi�a por una prenda de vestir. En vano intent� la raza perseguida comprar la remisi�n de aquella inexorable sentencia mediante el pago de un exorbitante rescate. Torquemada present�se ante el rey Fernando y la reina, esgrimiendo el crucifijo y gritando: "Judas vendi� a Cristo por 30 monedas de plata; si vuestras Majestades lo venden ahora por una suma mayor, tendr�n que responder de su acto ante el mismo Dios". Comenz� el �xodo. Ochocientos mil jud�os salieron de Espa�a.21 Algunos dirigi�ronse a las costas de �frica, donde los �rabes abrieron sus cuerpos en busca de las gemas o el oro que pudieron haber tragado y violaron a sus mujeres; otros buscaron refugio en Portugal, donde compraron el derecho a la vida mediante el pago de gravosos impuestos de capitaci�n y donde vieron c�mo sus hijos y sus hijas eran arrastrados ante sus propios ojos a las aguas del bautismo. Otros fueron vendidos como esclavos o tuvieron que presentarse a aplacar la rapacidad de sus perseguidores con los cuerpos de sus hijos. Muchos saltaron a los pozos o buscaron, desesperadamente, su salvaci�n en el suicidio. El Mediterr�neo viose plagado de pronto de flotas de barcos abarrotados de estos proscritos, muertos de hambre y diezmados por la peste. Habiendo logrado llegar al puerto de G�nova, se les neg� el permiso para residir en la ciudad y murieron como moscas en los muelles.22 Sus cuerpos emponzo�ados e insepultos propagaron por toda la costa italiana una mortal pestilencia, que solamente en N�poles llev� la muerte a 20 000 personas. Saltando de playa en playa, estos espectros malditos, v�ctimas del fanatismo y la avaricia, en todas partes saqueados y de todas partes arrojados sin misericordia, iban disminuyendo y acabaron por consumirse.
Entre tanto, los ortodoxos se regocijaban. Pico della Mirandola, que se hab�a pasado la vida tratando de reconciliar a Plat�n con la C�bala, no encuentra, ante tanto dolor, m�s palabras que �stas: "Los sufrimientos de los jud�os, con los que se recreaba la gloria de la justicia divina, eran tan grandes que llenaban de conmiseraci�n a los corazones cristianos". Comparemos sus palabras con el siguiente pasaje de Senarega: "El asunto, a primera vista, parec�a digno de elogio, por cuanto se honraba a nuestra religi�n; pero no dejaba de envolver cierta crueldad, si vemos en ellos, no a bestias, sino a hombres, criaturas de Dios". Y un cr�tico de este siglo s�lo acierta a exclamar, con estupefacci�n: Tantum religio potuit suadere malorum! As� comenz� Espa�a a devorarse y despoblarse. La maldici�n lanzada primero contra los jud�os y los moriscos cay� m�s tarde sobre los pensadores y los patriotas. Toda la vida de la naci�n, su comercio, su industria, su pensamiento libre, su energ�a de car�cter, se vio deliberada y continuamente estrangulada. Y no habr�a de pasar mucho tiempo antes de que esta plaga se propagase de Espa�a a Italia, paralizando los vitales movimientos de su m�ltiple existencia en una r�gida uniformidad, amortajando la luz y el color de sus letras y sus artes en las tinieblas de la lobreguez inquistorial.
Extra�a actitud la de un Sixto IV, entregado a sus placeres y a sus delicias en el Vaticano, decorando con obras maestras la capilla que inmortalizara sun nombre,23 sembrando la discordfia en Italia para el engradecimineto de sus favoritos, regateando los precios que deb�an pagar los aspirantes a un obispado, exprimiendo dinero a las exhaustas provincias, conspirando para deshacerse por el asesinato de sus enemigos, azuzando por medio de indulgencia a los semib�rbaros monta�eses de Suiza a lanzarse sobre Mil�n, neg�ndose a ayudar a Venecia como palad�n de la cristiandad contra los turcos, y al mismo tiempo pensando em hacerse grato a Dios con el holocaustode los moriscos, enviando a la muerte a m�riadas de jud�os hambrientos, confiriendo al fel�n y avaricioso rey Fernando el t�tulo de Cat�lico, tratando de lavar sus pecados con la sangre de otros y de quemar sus propios vicios en las llamas de los autos de fe de Sevilla y creando aquella diab�lica f�brica de la Inquisici�n para afianzar el edificio que su propia infamia estaba minando.24 Y no se crea que es �ste el lenguaje de un protrestante denunciando al papa. Todo el respeto que debemos a la Iglesia cat�lica romana, alma m�ter de la Edad Media, augusto y venerable monumento de la antig�edad inmemoria, no puede llevarnos en modo alguno a cerrar los ojos a esas contradicciones tan clamorosas entre los hechos y las pretensiones sobre las que derrama una luz tan cruda y tan espeluznante la historia del Renacimiento italiano.
Despu�s de Sixto IV subi� al solio pontificio Inocencio VIII. Su nombre en el siglo era Giambattista Cibo. El Sacro Colegio, aterrado por la experiencia del papa anterior y temiendo que otro tan temerario como �l en la creaci�n de escandalosos cardenales acabara destruyendo el cristianismo, impuso al pont�fice electo las m�s solemnes obligaciones. El nuevo papa jur� ante cada reliquia, por cada santo, ante todos y cada uno de los cardenales del C�nclave, que mantendr�a en la Iglesia cierto orden para los nombramientos y la pureza de la elecci�n. No ser�a designado para la dignidad cardenalicia quien no tuviera los 30 a�os cumplidos, no m�s de un miembro de la familia del papa, nadie que no ostentara el t�tulo de doctor en Teolog�a o en Leyes, y as� sucesivamente. Pero, tan pronto como la tiara ci�� sus sienes, InocencioVIII sinti�se revelado de todos sus juramentos y promesas, como incompatibles con los derechos y las prerrogativas de la C�tedra de San Pedro. El papa era libre de cancelar todas las obligaciones asumidas por el hombre.
Poco es lo que hace falta decir del pontificado de Inocencio VIII. Fue �ste el primer papa que tuvo el valor de reconocer p�blicamente a sus siete hijos, llam�ndolos por este nombre.25 La avaricia, la venalidad, la pereza y el ascendiente de bajos favoritos, hicieron de su pontificado una maldici�n, pero sin el brillo y el esplendor de los esc�ndalos de su orgulloso predecesor. Inocencio VIII, en la corrupci�n, dej� peque�o incluso a un Sixto IV, al fundar en Roma un banco para la venta de bulas y absoluciones.26 Cada pecado ten�a su precio, y se daban al pecador todas las facilidades necesarias para pagar: 150 ducados de la tasa pasaban a las arcas pontificias, el resto, si quedaba alguno, iba a manos de Franceschetto, el hijo del papa. Este insignificante principillo para quien el papa, su padre, compr� el candado de Anguillara, s�lo mostr� talento o ambici�n para todo lo que fuese conseguir dinero o gastarlo. Era bajo de estatura y de esp�ritu apocado; y, sin embargo, de �l dependieron los destinos de una de las importantes casas reinantes de Europa, pues en 1487 su padre cas� con Magdalena, la hija de Lorenzo de M�dicis. Ello hizo que Giovanni de M�dicis recibiera el capelo cardenalicio a los 13 a�os, con lo que se trasplantaron a Roma los intereses y las ambiciones de esta dinast�a. En el curso de unos cuantos a�os, los M�dicis dieron dos papas a la Santa Sede y su influencia sobre la Iglesia vino a remachar las cadenas del yugo de Florencia.27 El tr�fico llevado a cabo por Inocencio VIII y su hijo Franceschetto con el robo y el asesinato hizo que la Campagna se viese plagada de bandoleros y asesinos.28 Viajeros, peregrinos y embajadores eran asaltados y asesinados por los caminos hacia Roma; y en la misma ciudad fueron p�blicamente asesinados, en la mayor impunidad, durante los �ltimos meses de la vida del papa, m�s de 200 individuos.
El papa iba sumi�ndose poco a poco en el �ltimo sue�o, y Franceschetto urd�a planes para quedarse con sus dineros. Cuando el Santo Padre rondaba todav�a entre la vida y la muerte, un m�dico jud�o propuso revigorizarlo mediante la transfusi�n de sangre joven en sus aletargadas venas. Tres muchachos en los que palpitaban el el�xir de la temprana juventud fueron sacrificados en vano. Cada uno de ellos recibi�, seg�n nos cuenta Infessura, un ducado como pago. El comentario del cronista no deja de tener cierto amargo humorismo: Et Paulo post mortui sunt; Judoeus quidem aufugit, et Papa non sanatus est. El epitafio grabado sobre la tumba del viejo papa suena como un aticismo agudo, pero blasfemo: Ego autem in Innocenti� me� ingressus sum.
Los cardenales, entre tanto, no hab�an permanecido ociosos. Supieron emplear el largo y tedioso intervalo del letargo de Inocencio VIII en un traj�n simoniaco. Digamos de pasada que la simon�a daba a las grandes familias italianas un inter�s directo en la elecci�n de los candidatos m�s ricos y que mejor pagaban. Le cuadraba muy bien a un hombre como Ascanio Sforza engordar la gallina de oro que pon�a tales huevos, antes de retorcerle el cuello; en otras palabras, aceptar los sobornos de Inocencio y Alejandro, demorando para el momento oportuno su propia exaltaci�n al pontificado. Todos los cardenales que formaban el Sacro Colegio, con excepci�n de Rodrigo Borgia,29 eran criaturas de los dos papas anteriores. Como hab�an comprado sus capelos por oro, no mostraron ahora el menor reparo en vender sus votos al mejor postor. El Borgia era el m�s rico, el m�s fuerte, el m�s sabio y el m�s mundano de todos. Calcul� exactamente cu�nto valdr�a el sufragio de cada uno de sus cofrades y traz� sus planes en consonancia con ello. El cardenal Ascanio Sforza, hermano del duque de Mil�n, aceptar�a el lucrativo puesto de vicecanciller. El cardenal Orsini quedar�a satisfecho con los palacios de los Borgia en Roma y los castillos de Monticello y Saviano. El Cardenal Colonna ten�a la vista puesta en la abad�a de Subbiaco, con sus fortalezas. El cardenal S. Angelo prefer�a el confortable obispado de Oporto, con las bodegas de su palacio repletas de vinos escogidos. El cardenal de Parma aceptar�a la di�cesis de Nepi. El de G�nova podr�a congraciarse con la iglesia de Santa Mar�a, en la V�a Lata. Otros miembros menos influyentes del C�nclave pod�an comprarse con oro: para satisfacer sus exigencias, los Borgia enviaron a Ascanio Sforza, en pleno d�a, cuatro mulas cargadas de oro, con instrucciones para que lo repartiera entre los votantes, en proporciones adecuadas. El orgulloso Giuliano della Rovere permanec�a implacable e irreductible. Su vehemente temperamento vislumbraba en el de Borgia un adversario digno de �l. Jam�s volver�a a quitarse la armadura que se pon�a para el primer encuentro, y ya desde aquel d�a ofreci� una enconada guerra a toda la parentela de los Borgia en Ostia, en la corte de Francia, en la Roma�a, dondequiera que se le presentara la oportunidad de darles la batalla30 �l y otros cinco cardenales entre ellos, su primo Rafael Riario neg�ronse a vender sus votos. Pero Rodrigo Borgia, habiendo logrado corromper al resto del C�nclave, tom� el manto de San Pedro en 1492, bajo el nombre verdaderamente memorable de Alejandro VI.
En Roma reinaba un gran regocijo, La ciudad Eterna visti�se con sus mejores galas. En cada balc�n y en cada bandera campeaba el Toro de los Borgia y de todas partes se alzaba un grito parecido al de los egipcios cuando descubrieron al Buey Apis:
En aquellos d�as de j�bilo, Roma no barruntaba las calamidades que la aguardaban, ni abrigaba la menor sospecha de que acaba de subir al solio un papa que habr�a de merecer la execraci�n de los siglos venideros. El pueblo ve�a en Rodrigo Borgia, todav�a, un hombre cumplido en todos los puntos, de bella figura, porte real, mayest�tica presencia y afables maneras. El nuevo papa era un brillante orador, un amante apasionado, un semidi�s del fasto cortesano y del boato eclesi�stico, cualidades todas que, aunque no cuadren muy bien a nuestras emociones de un hombre de Iglesia, era muy del gusto del Renacimiento. Cuando cabalgaba en triunfo hacia el palacio Laterano, alz�banse de la muchedumbre voces en su elogia. "Monta escribe uno de los humanistas del siglo31 un caballo blanco como la nieve y avanza sobre �l con frente serena e imponente dignidad. Cuando reparte sus bendiciones entre la multitud todos los corazones est�n fijos en �l y todos los corazones se regocijan. ��Cu�n admirable es la dulce compostura de su semblante! �Cu�n noble su continente ! �Cu�n clara y abierta su mirada! Su estatura y su cortejo, su belleza y la talla y vigor de su cuerpo realzan en seguida la reverencia que su persona inspira ." Y otro panegirista32 nos describe "su ancha frente, sus reales cejas, su libre continente pleno de majestad", a�adiendo que la naturaleza le hab�a dotado de "la belleza heroica de su cuerpo" para que pudiera "adornar la silla de los Ap�stoles con su divina forma corp�rea, en lugar de Dios".
Cu�n poco se asemejaban el Borgia de los primeros d�as de su pontificado al
Alejandro VI con que la leyenda de sus a�os posteriores ha familiarizado nuestra
imaginaci�n, se desprende de la siguiente estampa, tomada de un escritor de
aquel tiempo:33
"Es un hombre de hermosa presencia, agradable continente y aspecto jovial, dotado
de una melosa y escogida elocuencia; ninguna de la bellas mujeres en quienes
se posa su vista deja de sentirse enamorada de �l, atra�da por sus gracias con
una fuerza misteriosa y poderosa, como la del im�n que atrae el hierro". No
olvidemos que se trata de testimonios de hombres de letras imbuidos de los sentimientos
paganos del siglo XV
y jubilosos por el advenimiento del papa llamado
a convertir a Roma, seg�n esperaban ellos, en la capital del lujo y la licencia.
Debemos, pues, acogerlos con todas las reservas del caso. Nada hace, sin embargo,
suponer que la mayor�a de los italianos vieran con particular horror la exaltaci�n
del Borgia al trono de los papas. Hab�a dado pruebas de su talento como cardenal,
sin dar en cambio se�ales de crueldad o de mala fe. Y su moral no era peor que
la de los otros hombres honrados con el capelo cardenalicio. Era, cierto es,
padre de varios hijos, pero tambi�n lo era Giuliano della Rovere, como lo hab�a
sido antes de �l el papa Inocencio. La cosa no ten�a ninguna gravedad, en una
�poca como aqu�lla, en que el primado de la cristiandad estaba como un soberano
secular, menos afortunado que otros pr�ncipes, por cuanto que su gobierno no
era hereditario, y m�s venturoso, en el sentido de que pod�a blandir el rayo
y dispensar los favores y gracias de la Iglesia.
Algunos hombres de claro discernimiento, muy pocos, d�banse cuenta de lo que se hab�a hecho y se estremecia de horror. "El rey de N�poles dice Guicciardini, aunque sin dejar que su amargura se trascluciese, dijo a la reina, su esposa, con l�grimas en los ojos aquel hombre que hab�a sabido dominarse para no llorar a la muerte de sus propios hijos, que acababa de ser elegido un papa cuyos hechos habr�an de ser funestos para toda la cristiandad." Y el joven cardenal Giovanni de M�dicis mostr� tambi�n un claro juicio de la situaci�n, al musitar en el C�clave, al o�do de su pariente, el de Cibo: "Estamos en la quijada del le�n, y nos devorar� a todos, si no sabemos volar bien". Exist�a entonces en Italia, dicho sea entre par�ntesis, una repugnaci�n muy extendida contra los instrusos espa�oles "marranos" o moriscos renegados, los llamaba la voz popular, que pululaban por el Vaticano y amenazaban con apoderarse de su pa�s adoptivo como conquistadores. "Diez papados no bastar�an para saciar la voracidad de toda esta parentela", escrib�a Giannandrea Boccaccio al duque de Ferrara, en 1492; y la realidad encargar�ase de demostrar cu�n fundados eran estos temores: durante el pontificado de Alejandro fueron creados 18 cardenalatos espa�oles, cinco de los cuales pertenec�an a la familia de los Borgia.
Es cierto, sin embargo, y aun dando por descontados estos justos temores de lo m�s clarividentes, que los italianos de la �poca de su elecci�n no sent�an, ni mucho menos, el horror con que el solo nombre de Alejandro VI llena los o�dos del hombre moderno. El sentimiento de odio con que m�s tarde aparece rodeado su nombre se debe, en parte, a los cr�menes que mancharon su pontificado, en parte al miedo que inspiraba su hijo C�sar y en parte a los misterios y libertinajes de su vida privada, que sublevaban hasta las conciencias m�s corrompidas del siglo XVI.
Este sentimiento de odio hab�a ido creciendo hasta convertirse en una execraci�n universal cuando lleg� la hora de su muerte. Con el tiempo, cuando ya la atenci�n de las naciones del norte se proyectaba hacia las inquietudes de Roma y se percib�a bien a las claras la estridente discrepancia que exist�a entre las pretensiones de Alejandro como papa y su conducta como hombre, inspir� una leyenda que, como todas las leyendas, deforman los hechos por ella reflejados.
Alejandro VI era, en verdad, un hombre eminentemente dotado para cerrar una �poca vieja y abrir otra nueva, para demostrar la parad�jica situaci�n de los papas con la inexorable l�gica de su impiedad pr�ctica y para fundir en el cinismo de la suprema corrupci�n las dos fuerzas que pugnaban por gobernar el mundo. Los emperadores de la dinastia julia hab�an llegado al extremo de lo concebible, en la sensual insolencia de su autocracia. Hab�an gozado sin cortapisas de cuanto pod�an apetecer de extra�o, de dulce y de terrible en los frutos prohibidos del placer. Los papas de la Edad Media un Hildebrando y un Bonifacio hab�an desplegado, en su teocracia, la m�s extrema insolencia esp�ritual. Hab�an logrado cuanto apetec�an de tir�nico y de violento en el ejercicio de un despotismo usurpado sobre las almas. El papa Borgia aun� ambos impulsos, llev�ndolos hasta los extremos de los incocebibles. No carecen de raz�n quienes lo pintan como el Genio del Mal, cuyas sensualidades, tan desenfrenadas como las de un Ner�n, se destacaba sobre el fondo de aquella hoguera de llamas y de humo que la humanidad hab�a levantado para castigar los pecados de la carne. Su tiran�a espiritual, aquel derecho arrogado por virtud del cual reclamaba para s� el hemisferio descubierto por Crist�bal Col�n e impon�a sobre las prensas de Europa la censura de la iglesia romana, hac�ase diez veces m�s monstruosa por el crudo resplandor que sobre ella proyectaban las pavorosas llamaradas de una vida imp�a. La conciencia universal de la cristiandad se subleva ante los indescriptibles desenfrenos, ante las org�as de sangre y las bacanales de placer en que viv�a sumido, en la plenitud de sus a�os de lozana y vigorosa ancianidad, este vers�til diplom�tico y este sutil sacerdote que dominaba los consejos de los reyes y dirig�a ante los ojos de todo un mundo los servicios religiosos de la Pascua romana. Roma, en sus actos, no ha sido nunca peque�a, d�bil o mediocre. Bajo el pontificado de Alejandro, "esta memorable escena" ofrec�a a las naciones del mundo moderno el espect�culo del Anticristo y la Antifisis, la negaci�n del Evangelio y de la naturaleza; la imagen m�s clamorosa de la discordia entre la humanidad tal como aspira a ser en su parte mejor y de lo peor de la humanidad; una tragicomedia compuesta por un Arist�fanes infernal, en la que el papel protagonista corr�a a cargo del servidor de los servidores, del ungido de Dios, del vicario de Cristo sobre la tierra. Tal vez se diga que este lenguaje es el de la leyenda, y no el de la historia. A ello cabe replicar que hay momentos en que la leyenda sabe captar certeramente el esp�ritu de la verdad.
Alejandro era un hombre m�s vigoroso y m�s firme que sus predecesores. De �l dice Guicciardini: "Combinaba la fuerza con una gran sagacidad, la claridad de juicio con un poder extraordinario de persuasi�n; y pon�a en todos los asuntos graves de la vida gran talento y un esfuerzo incre�ble".34 Su primera preocupaci�n fue restaurar el orden en Roma. Las viejas facciones de los Colonna y los Orsini, a las que Sixto IV hab�a hostilizado y que volvieron a levantar cabeza durante la chochez de Inocencio VIII, fueron destruidas bajo el pontificado de Alejandro. Fue as� como este papa, seg�n observa Maquiavelo,35 sent� los verdaderos fundamentos para el poder temporal del pontificado. Alejandro, como soberano, llev� a cabo, en realidad, para la Santa Sede, la misma obra que Luis XI hab�a realizado con respecto al trono de Francia, e hizo que Roma, en menor escala, se ajustara al tipo de las grandes monarqu�as europeas.
La felonia y los perjurios del papa, "que nunca hizo otra cosas que enga�ar, ni pensaba siquiera m�s que en esto, encontrando siempre una ocasi�n para el fraude,36 al combinarse con su claro intelecto l�gico y con su persuasiva elocuencia, hac�an de �l un temible adversario. Supeditaba a la pol�tica, con estricta imparcialidad, todas las consideraciones de religi�n y moral. Y su pol�tica no conoc�a m�s que dos objetivos: el engradecimiento de su familia y la consolidaci�n del poder temporal. Aspiraciones bien pobres, por cierto, para la ambici�n de un potentado que pretendi� conferir a Espa�a, de un plumazo y por el imperio de su autoridad, el dominio del nuevo mundo reci�n descubierto. Y, sin embargo, la consecuencia de esas dos miras abrumaban sus fuerzas y llev�ronle a la perpetraci�n de enormes cr�menes.
Sus antecesores en el pontificado hab�an acumulado dinero mediante la venta de beneficios e indulgencias; tambi�n Alejandro recurr�a a estos medios, y en una extensi�n tan desmedida, que lleg� a circular por Roma este epigrama; "Alejandro vende las llaves de San Pedro, los altares y a Cristo. �Y por qu� no ha de hacerlo, si los ha comprado con su dinero?" Pero no se contentaba con esto, sino que iba todav�a m�s all�, aprendiendo de Tiberio. Despu�s de venderla p�pura al mejor postor, nutr�a de ricos beneficios al prelado favorecido. Y cuando lo hab�a cebado lo suficiente, lo envenenaba, confiscaba sus tesoros, y volv�a a empezar el juego. Paolo Capello, embajador veneciano, escrib�a en 1500: "No pasa noche sin que aoparezcan en Roma cuatro o cinco personas asesinadas, obispos, prelados y as� sucesivamente". Panvinio da los nombres de tres cardenales de los que se sab�a que hab�an sido envenenados por el papa; y a ellos hay que a�adir los de los cardenales de Capua y Verona.37 Era peligroso, en aquellos d�as, ser pr�ncipe de la Iglesia; y si, a la postre, el Borgia no se hubiera envenenado �l mismo por error, no cabe duda de que alguien habr�a tenido que aceptar tan peligroso privilegio. El tr�fico con las dignidades de la Igesia llev�base a cabo en gran escala: as�, por ejemplo, en un solo d�a del a�o 1500, fueron sacados a subasta 12 capelos cardenalicios.38 Fue por los d�as en que el papa necesitaba tener en el C�clave los votos necesarios para la cesi�n de la Roma�a a C�sar Borgia y, adem�s, volver a llenar sus exhaustas arcas. Cuarenta y tres cardenales fueron creados por �l en 11 promociones: se calcula que cada uno de estos nombramientos le val�a, por t�rmino medio, unos 10 000 florines; algunos m�s, pues sabemos que el precio pagado por Francesco Soderini fue de 20 000 florines y que el abandono por Dom�nico Grimmani ascendi� a la suma de 30 000.
Los anteriores papas hab�an predicado la cruzada contra el Turco, unos m�s d�bilmente, otros con mayor fuerza, seg�n el grado de amenaza contra las costas de Italia. Alejandro invent� varias veces al sult�n Bayaceto a entrar en Europa y liberarle de los pr�ncipes que se opon�an a las intrigas del papa en favor de sus hijos. La cordialidad reinante entre el papa y el sult�n depend�an, hasta cierto punto, de la suerte del pr�ncipe Djem, hermano de Bayaceto e hijo del conquistador de Constantinopla, que hab�a huido de entre los suyos, buscando refugio y protecci�n entre las potencias cristianas. El papa reten�a en prisi�n al pr�ncipe muslime, cobrando de la Puerta por este servicio 40 000 ducados anuales. Inocencio VIII hab�a sido el primer papa que atrajo a la trampa, en 1489, a esta lucrativa presa. El sult�n envi�le, en se�al de gratitud, la lanza de Longino, e Inocencio, que mand� construir un altar para la reliquia, orden� que su tumba se levantase cerca de �l. La efigie de bronce de este papa, obra de Pollaiuolo, ostenta en su mano el sangriento regalo del infiel al pont�fice m�ximo de la cristiandad. Mientras tanto, el hermano del sult�n permanec�a en Roma, donde manten�a su corte musulmana al lado de la del Santo Padre en el Vaticano. Se han conservado los textos de despachos diplom�ticos en los que Alejandro y Bayaceto cambian protestas de la m�s cordial amistad y en los que el turco implora a su grandeza tal era el t�tulo que daba al papa que ponga fin a la vida del desventurado Djem, hermano suyo, prometi�ndole como premio al asesinato la suma de 300 000 ducados y la t�nica de Cristo, que era probablemente aquella misma t�nica sin costuras sobre la que hab�an jugado sus dados los centuriones del Calvario.39 El dinero y la reliquia llegaron, en efecto, a Italia, pero fueron interceptados por Giuliano della Rovere. Antes de que el trato con el sult�n llegara a concluirse, Alejandro viose obligado a entregar el prisionero musulm�n al rey de Francia. Pero el desdichado turco llevaba ya en las venas el veneno de acci�n lenta de los Borgia y muri� en el campamento de Carlos, emplazado entre Roma y N�poles. Puede que otros cr�menes de Alejandro sean perdonables, pero no es f�cil exonerarlo de este vergonzoso tr�fico con los turcos. Al apelar de las potencias de Europa al sult�n, en aquellos d�as en que la amenaza que pesaba sobre el mundo occidental era todav�a muy seria, se hizo reo de alta traici�n contra la cristiandad cuyo jefe profesaba ser, contra la civilizaci�n, que la Iglesia alegaba defender, y contra Cristo, cuyo vicario sobre la tierra se llamaba el papa.
Alejandro VI, al igual que Sixto IV, combinaba esta actitud contraria al esp�ritu y a los intereses del cristianismo con un gran celo por el dogma. En cuestiones de ortodoxia formal, jam�s vacilaba, y las medidas adoptadas por �l para remachar las cadenas de la superstici�n sobre los esp�ritus revelaban en su c�lculo la firmeza militar de un Napole�n. Fue �l quien estableci� la censura de la prensa, obligando a los impresores, bajo pena de excomuni�n, a someter los libros por ellos publicados al previo examen de los arzobispos o de la autoridad eclesi�stica en quien �stos delegaran. No faltaremos a la verdad si decimos que el breve pontificio de 1� de jumio de 1501 por el que se implant� esta medida retras�, por lo menos en Italia y en Espa�a, la marcha de la civilizaci�n.
El vicio de la lujuria acos� al papa a lo largo de toda su vida.40 Fue �sta la causa de todos los cr�menes por �l perpetrados, junto a la debilidad rayana en la demencia que sent�a por sus hijos y que le llev� a convertirse en verdadero esclavo del nefasto C�sar. Alejandro, aunque sensual, no era glot�n. Boccaccio, el embajador de Ferrara, escribe: "El papa s�lo come un plato. Ello hace que resulte desagradable tener que acompa�arle a la mesa". En este punto, sale favorecido de la comparaci�n con los prelados romanos de la �poca de Le�n X. Sus relaciones con Vannozza Catanei, esposa titular de Giorgio de la Croce, primero, y despu�s de Carlo Canale, y con Julia, la Farnesina, 41 a quien llamaba "La Bella", no se recataban en lo m�s m�nimo. Estas dos sultanas gobernaron al papa durante la mayor parte de su carrera, al mismo tiempo que hac�an la vista gorda al verdadero har�n que Alejandro manten�a en el Vaticano, a la manera oriental.
Un incidente ocurrido durante la invasi�n francesa de 1494 pinta con vivos colores la vida dom�stica de un papa del Renacimiento. Monse�or de Allegre encontr� cerca de Capodimonte, el 29 de noviembre, y las llev� a Montefiascone, a las damas Julia y Gir�lama Farnesio, en uni�n de su due�a Adriana de Mil�. La suma fijada por su rescate due de 3 000 ducados. El papa los pag� enseguida, y las damas fueron puestas en libertad el 1� de diciembre. Alejandro sali� a recibirlas a las afueras de Roma, ataviado como un gal�n que nada tuviera que ver con la Iglesia, vistiendo un justillo negro con aplicaciones de brocado de oro y el talle ce�ido por un cintur�n espa�ol del que pend�a su daga. Lodovico Sforza, al enterarse de lo ocurrido, observ� que hab�a sido una necesidad soltar a aquellas dos damas, que eran "los ojos y el coraz�n" de Su Santidad por un rescate tan exiguo, y que si se hubiesen pedido por ellas 50 000 ducados el papa los habr�a pagado de buena gana. Este incidente, unido a otras chanzas parecidas que circulaban sobre el papa, indica hasta qu� punto los italianos estaban acostumbrados a considerar al pont�fice como un pr�ncipe secular. Y tampoco provocaba la menor indignaci�n moral entre la gente de su tiempo el boato de Alejandro, sentado sobre la silla de San Pedro, con su hija Lucrecia sentada a uno de los lados del trono, y al otro su nuera Sancia. Del mismo modo que los romanos no mostraron ning�n asombro cuando Lucrecia fue nombrada gobernadora de Espoleto y regente plenipotenciaria del Vaticano, en ausencia de su padre. Pero entre los pueblos del norte, estos esc�ndalos produc�an una impresi�n muy distinta e iban preparando el camino para la Reforma.
El nepotismo de Sixto IV palidece ante la desaforada ambici�n paternal de Alejandro VI. La pasi�n de la paternidad, llevada a extremos que rebasaban los l�mites del cari�o natural de un padre y que era verdaderamente escandalosa en un pont�fice romano, era el m�vil principal de las acciones del papa. Hizo al mayor de sus hijos con la Vannozza duque de Gand�a; al menor lo cas� con do�a Sancha, hija de Alfonso de Arag�n, que honr� al muchacho con el ducado de Esquilache. C�sar, el segund�n de esta familia, fue nombrado obispo de Valencia y cardenal. Los ducados de Camerino y Nepi fueron conferidos a otro de estos v�stagos, Juan, a quien Alejandro present� primero como nieto suyo, hijo de C�sar, y a quien m�s tarde reconoci� como hijo. Hay razones para sospechar que lo hab�a dado a luz Lucrecia. A Rodrigo, hijo de Lucrecia, se le entreg� el ducado de Sermoneta, arrancado por un momento de manos de la familia Gaetani, a quien segu�a perteneciendo.
Lucrecia, la �nica hija de Alejandro, de quien era madre la Vannozza, tuvo tres maridos sucesivos, despu�s de haber sido formalmente prometida a dos nobles espa�oles, don Querub�n Juan de Centellas y don Gaspar de Pr�cida, hijo del conde de Aversa. Estos compromisos de matrimonio, contra�dos antes de que su padre subiera al pontificado, fueron anulados por considerarse que no eran lo bastante brillantes para la hija de un papa. En 1492, Lucrecia cas� con Giovanni Sforza, se�or de P�saro. Pero en 1497, las pretenciones de los Borgia rebasaban ya esta alianza y su pol�tica p�blica propend�a hacia las relaciones con las cortes del sur de Italia. En vista de ello, se anul� aquel matrimonio, para dar a Lucrecia por esposa a Alfonso, pr�ncipe de Biseglia, hijo natural del rey de N�poles. Cuando el padre del segundo marido perdi� la corona, los Borgia, a quienes no les interesaba estar emparentados con una familia destronada, hicieron que Alfonso fuese apu�alado en las gradas de San Pedro, en 1501; y cuando el mozo luchaba entre la vida y la muerte, mandaron a Michelozzo, asesino en jefe de C�sar, a estrangularlo en su cama. Por �ltimo, en 1502, Lucrecia cas� con otro Alfonso, pr�ncipe heredero de Ferrara.42 El orgulloso heredero de la dinast�a de Este viose obligado por raz�n de Estado y contra su voluntad a tomar como esposa a una hija bastarda del papa, divorciada dos veces, una de ellas desembarazada de su marido por el asesinato, y manchada, con raz�n o sin ella, por terribles rumores, a los que la conducta de su padre y de su hermano daban, por lo menos, un color de apariencia. Con todo, esta extra�a mujer demostr� ser una gran princesa y muri� de sobreparto, despu�s de haber sido ensalzada por Ariosto como una segunda Lucrecia m�s excelsa por sus virtudes que la luminaria de la Roma de los reyes.
Por lo menos, la historia ha hecho justicia a la memoria de esta mujer, de larga cabellera rubia tan celebre y tan bella como incoloro era su car�cter. La leyenda que la presentaba como una M�nade destiladora de venenos se ha revelado como una mentira, pero a costa de la sociedad con que viv�a. Las ingenuas gentes del norte, familiarizadas con los cuentos de Chriemhild, Brynhild y Gudrun, que tanto ayudaron a forjar esta leyenda, no acertaban a comprender que una mujer pudiera ser inocente de todos los esc�ndalos y cr�menes perpetrados en su nombre. Hoy, parece haberse demostrado ya que las atrocidades que aparecen unidas a su vida marital en Roma no fueron obra suya, sino de su padre y de su hermano. Lucrecia permanec�a impasible y siempre sonriente ante las tormentas que estallaban en torno a su cabeza, desde dentro y desde fuera, hasta que por �ltimo encontr� un tranquilo refugio en el ducado de Ferrara. Educada en la corrupci�n de la Roma papal, que Lorenzo de M�dicis describe a su hijo Giovanni como el "vertedero de todos los vicios", obligada a convivir con las concubinas de su padre y consciente de que su madre hab�a estado casada solamente para cubrir las formas con dos maridos consecutivos, no podemos pedir que Lucrecia se condujese con la decencia y la honestidad de una dama virtuosa. Nada tendr�a de particular que algunas de las historias m�s sombr�as que sobre ella circulaban tuviesen un fundamento de verdad. Recordemos que el se�or de P�saro dijo a su pariente, el duque de Mil�n, que las razones alegadas como fundamento de su divorcio eran falsas y que la verdad era tal, que no pod�a hacerse p�blica.43 No existen, sin embargo, razones para suponer que en lo tocante a la anulaci�n del matrimonio con su primer marido y el asesinato del segundo, fuese m�s, que un instrumento pasivo en manos de Alejandro y de C�sar . La mujer del Renacimiento, dada al placer y exenta de preocupaci�n, es muy diferente de la Medea del mito de Victor Hugo; y lo que m�s subleva la conciencia del hombre moderno, en su conducta, es la complaciencia con que asist�a a escenas de desenfreno montadas para su solaz y deleite.44 En vez de contemplarla con horror, como una bruja maligna y poderosa, debemos mirarla con desprecio, como una mujer d�bil, manchada desde la cuna con todas las taras sensuales. Asimismo debe reconocerse, en honor a la verdad, que, siendo princesa de Ferrara, supo ganarse la estima de un marido que se vio unido a ella contra su voluntad, atraerse la devoci�n de s�bditos y cortesanos por la dulzura de su car�cter y recibir los paneg�ricos de los dos Strozzis, Bembo, Ariosto, Aldo Manuzio y muchos otros hombres notables. Los extranjeros que la vieron, rodeada de su brillante corte, exclamaban, como el bi�grafo franc�s de Bayardo: J�ose bien dire que, de son temps, ni beaucoup avant, il ne s�est point trouv� de plus triomphante princesse; car elle �tait belle, bonne, douce, et courtoise � toutes gens.
Y, a pesar de todo, tambi�n en Ferrara siguieron rondando a esta mujer tragedias que recordaban las del Vaticano. Alfonso, hombre de maneras rudas y entregado a la fundici�n de ca�ones, apenas se mezclaba en la vida que su esposa llevaba entre los suizos y hombres de letras que la rodeaban. Sin embargo, un d�a del a�o 1508, el poeta Ercole Strozzi, que hab�a cantado las gracias de la princesa, fue encontrado muerto, envuelto en su manto y cosido por 22 pu�aladas. No se abri� la menor investigaci�n judicial sobre el asesinato. El rumor p�blico atribu�a el hecho a Lucrecia y a su marido: a �ste, porque sent�a celos de su esposa; a Lucrecia, porque su poeta acababa de casarse con B�rbara Torelli. Dos a�os antes, otro sombr�o crimen cometido en Ferrara hab�a sacado de nuevo a la luz p�blica el nombre de los Borgia. Una de la damas de Lucrecia, �ngela Borgia, era cortejada por dos hermanos, Julio de Este y el cardenal Hip�lito. La dama elogi� los ojos de Julio para que llegara a o�dos del cardenal, el cual alquil� a unos espadachines para que mutilasen la cara de su hermano. Julio escap� con la p�rdida de un ojo y en vano apel� a la justicia del duque para que fuese castigado el cardenal. En vista de ello jur� vengarse de Hip�lito y de Alfonso, su encubridor. Su plan consist�a en asesinarlos a los dos, para colocar en el trono a Fernando de Este. La traici�n fue descubierta y los consp�radores comparecieron ante el duque. �ste se lanz� contra Fernando y le clav� su pu�al en la cara. Julio y Fernando fueron encerrados en los calabozos del palacio de Ferrara, a donde agonizaron durante varios a�os, mientras el duque y Lucrecia se recreaban entre sus cortesanos, en las espaciosas salas y las soleadas logias del mismo edificio. Fernando muri� en la prisi�n, en 1540, a la edad de 63 a�os. Julio fue puesto en libertad el a�o 1550 y muri� a los 83, en 1561. Vale la pena recordar estos hechos de la vida marital de Lucrecia en Ferrara, para no dejarnos llevar demasiado de los halagos de Ariosto. Al mismo tiempo, su historia como duquesa es, en su mayor parte la sucesi�n de una serie de alumbramientos. Como su madre, la Vannozza, dedic� los �ltimos a�os de su vida a obras de caridad y misericordia. As� salvaban su alma las brillantes y funestas damas del Renacimiento.
Pero volvamos a la historia privada de Alejandro VI. El asesinato del duque de Gand�a hace salir a escena a toda la familia Borgia. Este hecho aparece relatado con toda minuciosidad y con sorprendente sangre fr�a por Burchardo, maestro de ceremonias del papa. El duque, acompa�ado de su hermano C�sar, a la saz�n cardenal Valentino, cen� una noche en casa de Vannozza, su madre. Al volver a su casa, dijo que ten�a que visitar a una dama de su amistad. Separ�se de C�sar, y ya no se le volvi� a ver vivio. Al difundirse la noticia de su desaparici�n, un barquero del T�ber declar� que, en la noche de la muerte del duque, el 14 de junio, hab�a visto arrojar al r�o el cad�ver de un hombre; no se hab�a tomado la molestia de denunciar el hecho, porque "hab�a tenido ocasi�n de ver, a lo largo de su vida, 100 cad�veres echados al r�o, en el mismo sitio, sin que nadie le preguntase por ello despu�s". El papa mand� dragar en las aguas del T�ber durante varias horas, mientras los ingenios de Roma hac�an epigramas sobre el fiel sucesor de San Pedro, nuevo pescador de hombres. Por fin, fue pescado el cad�ver del duque de Gand�a: el cuerpo aparec�a cubierto por nueve pu�aladas, una en el cuello y las otras en la cabeza, las piernas y el tronco. Todas las pruebas acumuladas sobre el hecho llevaban a la conclusi�n de que hab�a sido planeado por C�sar; no sabemos a ciencia cierta si por celos de su hermano, demasiado espantosos para ser descritos, o, lo que es m�s probale, porque deseaba eliminarlo para ocupar el primer lugar en la familia. El papa, consumido de rabia y dolor, parec�a una bestia salvaje acorralada. Encerr�se en una c�mara privada, n�gandose a probar bocado y gimiendo con lamentos desgarradores y en voz tan alta, que pod�a o�rse en las calles cercanas al palacio. Cuando sali� de esta agon�a, parec�a abatido por el remordimiento. Reuni� al C�nclave de sus cardenales, llor� delante de ellos, desgarr� sus vestiduras, confes� sus pecados e instituy� una comisi�n encargada de reformar y corregir los abusos de la Iglesia sancionados por �l. Pero aquella tormenta de angustia y de zozobra pas� pronto. Una visita de la Vannozza, madre de sus hijos, lo hizo cambiar s�bitamente, y la furia se troc� en reconciliaci�n. Nadie sabe con certeza lo que entre ellos pas�; se supone que la Vannozza hizo ver a Alejandro que C�sar ten�a, indiscutiblemente, m�s talento y mejores condicones que su hermano, el d�bil y complaciente duque de Gand�a, para ostentar la dignidad de primog�nito. El desventurado padre se levant� del suelo, sec� sus ojos, pidi� de comer, alej� de s� el remordimiento que lo hab�a atenazado y olvid�, con la pena por la muerte de su Absal�n, las reformas que hab�a prometido a la Iglesia.
De all� en adelante, se consagr� con infatigable energ�a a forjar la fortuna de C�sar, a quien hab�a relevado de todos sus deberes religiosos y a quien no se sabe qu� misterioso poder uni�. Toleraba mansamente el salvajismo y la crueldad que aquel joven monstruo descargaba sobre las personas de sus favoritos, en su misma presencia. Un d�a, C�sar apu�al� por su propia mano a Perotto, el efebo favorito del papa, que hab�a ido a refugiarse en los brazos de Alejandro; la sangre chorre� la t�nica pontificia, y el muchacho muri� en su regazo.45 Otra vez, dio rienda suelta al mismo temperamento diab�lico con gran delectaci�n de su padre. Mand� llevar a uno de los patios del palacio a varios prisioneros condenados a muerte y divirti� al papa y a sus cortesanos disparando, uno por uno, sobre los aterrorizados blancos. Los desdichados corr�an alocados por el patio, agach�ndose y haciendo mil contorsiones para esquivar los flechazos. El cazador hac�a alarde de su punter�a y de su destreza, clavando sus flechas en el lugar que mejor le parec�a. El papa y Lucrecia contemplaban la feroz escena con ojos de arrobo. Renunciamos a trascribir aqu� otros espect�culos, no de sanagre, sino de asquerosa sensualidad, organizandos para divertir a su padre y a su hermano y que nos describe la seca pluma de Buchardo.
La historia de la empresa de C�sar de fundar un principiado corresponde a otro cap�tulo.46 Pero la ayuda que su padre le prest� en esta tentativa forma parte esencial de la biograf�a de Alejandro. La visi�n de una soberan�a italiana como la que hab�an mantenido sucesivamente Carlos de Anjou, Gian Galeazzo Visconti y Galeazzo Mar�a Sforza, fascinaba ahora la imaginaci�n de los Borgia. Decidido a convertir a C�sar en un pr�ncipe, su padre se ali� a Luis XII de Francia, prometi�ndole anular su primer matrimonio y sancionar sus nupcias con Ana de Breta�a, a condici�n de que el rey se comprometiera a apoyar la exaltaci�n de su hijo. Este trato indujo a Luis a hacer a C�sar duque de Valencia y a concederle la mano de Carlota de Navarra. Entr�, adem�s, en Italia y, con sus armas, ayud� a C�sar a conquistar la Roma�a.
El sistema que Alejandro y su hijo empleaban en sus conquistas no pod�a ser m�s sencillo. Tomaban las capitales de los territorios que trataban de sojuzgar y exterminaban a los pr�ncipes de sus linajes. As� asesin� C�sar a los Varani de Camerion, en 1502, y a los Vitelli y los Orsini, en Sinigalgia, el mismo a�o. Por �rdenes suyas fueron pasados a cuchillo todos los Marescotti en Bolonia; el mismo procedimiento se aplic� a P�saro, R�mini y Forli; y, despu�s de la captura de Faenza, en 1501, los dos j�venes Manfredi fueron enviados a Roma, donde, despu�s de exponerlos a los peores insultos, perdieron la vida, ahogados o estrangulados.47 Un sistema no menos sencillo sosten�a su pol�tica en las cortes extranjeras. El obispo de Cette, en Francia, fue envenenado por delatar un secreto de C�sar (1498); el cardenal de Amboise fue sobornado para que apoyase la causa de los Borgia cerca de Luis XII; la oferta de un capelo rojo a Briçonnet salv� a Alejandro de la amenaza de un concilio general, en 1494.
El inter�s hist�rico de los m�todos seguidos por Alejandro reside en la adopci�n consciente y deliberada de todos los medios disponibles para un solo fin: el engrandecimiento de su familia. Su autoridad espiritual, las riquezas de la Iglesia, los honores del Sacro Colegio, las artes de un asesino, la diplomacia de un d�spota, todo se pon�a sistem�tica y abiertamente en acci�n al servicio de esa �nica mira. Alejandro no renunci� a nada de cuanto pudiera debilitar a Italia por la invasi�n extranjera o la discordia interior, con tal de convertirla en una presa f�cil para su venenoso hijo.Cuando Luis XII concert� su infame alianza con Fernando el Cat�lico para despojar del trono a la casa de Arag�n en N�poles, el papa se apresur� a darle de muy buena gana su sanci�n. Y cuando los dos reyes se disputaban la presa, Alejandro azuz� su discordia, para que C�sar pudiera llevar a cabo sin que nadie le fuese a la mano su operaci�n militar en la Toscana. En su pecho, el patriotismo, ya fue el de un espa�ol de nacimiento o el de un potentado italiano, alentaba tan poco como el cristianismo. Engrandecer la casa de los Borgia por medio del fraude, el sacrilegio y la desmembraci�n de las naciones: tal era la pol�tica de este papa.
Resultar�a fastidioso seguir hasta el fin, paso a paso, la carrera de sus fechor�as. Cuando , por fin, llega su hora final, exhalamos un suspiro de alivio. La leyenda de su muerte es como sigue. Los dos Borgia invit�ronse a comer con el cardenal Adriano de Corneto en una vi�a del Vaticano de propiedad de su anfitri�n. Hab�a mandado llevar all�, por mano del sumiller de Alejandro, unas botellas de vino envenenado. Por error o por la malicia del cardenal, quien tal vez logr� sobornar a su hombre de confianza, los invitados bebieron la copa de la muerte preparada para su v�ctima. Casi todos los analistas italianos de la �poca, incluyendo a Guicciardini, Paolo Giovio y Sanudo, dan cr�dito a esta versi�n de la tragedia, convertida luego en patrimonio com�n de historiadores, novelistas y moralistas.48 Sin embargo, el cronista Burchardo, que se hallaba en el lugar de los hechos, relata en su diario que padre e hijo fueron atacados por unas fiebres malignas, y Giustiniani escrib�a a sus se�ores en Venecia que el m�dico del papa atribu�a su enfermedad a la apoplej�a.49 La estaci�n del a�o era muy malsana y hab�an abundado los casos de muerte por fiebres. Una carta circular a los pr�ncipes alemanes, escrita probablemente por el cardenal de Gurk y fechada el 31 de agosto de 1503, menciona claramente la fiebre como la causa de la repentina muerte del papa, ex hoc seculo horrend� febrium incensione absorptum.50 Y, por su parte, Maquiavelo, que hab�a tenido ocasi�n de conversar con C�sar Borgia acerca de este momento decisivo en su carrera, no alude para nada al veneno y se limita a decir que padre e hijo se vieron atacados al mismo tiempo por una enfermedad.
A una distancia de varios siglos y sin poseer otras pruebas ni elementos de juicio, no estamos nosotros en condiciones de decirle si la muerte de Alejandro fue natural o si debe concederse un fundamento de verdad a la famosa historia del vino envenenado, rodeada de circunstancias tan singulares y tan generalmente aceptada. En favor de la hip�tesis de la fiebre habla, de una parte, el testimonio de Burchardo, quien, sin embargo, no coincide exactamente con Giustiniani, el cual, en su informe al Sendo veneciano, se�ala la apolej�a como la causa de la muerte, aunque hay que decir que en la propia Venecia fue rechazada su versi�n por el cronista Sanudo, para adoptar la hip�tesis del veneno. En sentido contrario, tenemos el consenso de todos los historiadores de la �poca, con la �nica, y hay que decir que notable excepci�n de Maquiavelo. Paolo Giovio llega incluso a aseverar que el cardenal Corneto le asegur� que a duras penas hab�a logrado salvarse de los efectos de los ant�dotos que en su incontenible terror se administr� para contrarrestar la posibilidad del veneno.
Cualquiera que fuese la causa directa de su muerte, el caso es que Alejandro VI muri� convertido en una masa inchada y negra, que daba repugnancia contemplar, despu�s de una ruda lucha con la ponzo�a que hab�a absorbido. 51 "Toda Roma escribe Guicciardini corri� con indescriptible j�bilo a contemplar el cad�ver del papa. La gente no saciaba sus ojos en la contemplaci�n de los despojos mortales del reptil, que, con su desenfrenada ambici�n y su pest�fera perfidia, con las m�s feroces pruebas de una crueldad horrenda, con sus monstruosos placeres y su inaudita avaricia, vendiendo cuanto ca�a en sus manos, lo mismo que las cosas sagradas que las profanas hab�a empozo�ado al mundo con su veneno." C�sar pas� varios d�as postrado en su lecho de enfermo; pero al fin, y gracias a su vigorosa constituci�n, recobr� la salud y vivi� lo bastante para ver sus garras cortadas y sus planes irremediablemente fracasados. "El estado del duque de Valencia dice Filippo Nerli52 se esfum� como un cast�llo en el aire o como la espuma sobre el mar."
A la muerte de Alejandro VI, el sentido moral de los italianos cobr� forma en la leyenda de un demonio que hab�a arrebatado el alma del papa. Burchardo, Giustiniani, Sanudo y otros cronistas registran este dato, con evidente credulidad. Y una carta del marqu�s de Mantua a su esposa, fechada el 22 de septiembre de 1503, contiene los m�s minuciosos pormenores: "en medio de su enfermedad escribe el marqu�s, el papa hablaba de tal modo, que quienes no sab�an lo que ten�a en la mente cre�an que estaba delirando, aunque se expresaba con gran sentimiento, y sus palabras eran �stas: ya lleg� ; tienes derecho a reclamarme, pero aguarda todav�a un poco. Quienes estaban en el secreto explicaban que, al morir el papa Inocencio y mientras estaba reunido el C�nclave, Alejandro hab�a cerrado un trato con el diablo para llegar al pontificado a cambio de venderle el alma, y entre las cla�sulas del trato figuraba la de que ocupar�a la Santa Sede durante 12 a�os, como lo hizo, excedi�ndose solamente en cuatro d�as; y algunos aseguran que vier�n a siete diablos en la c�mara en el momento que exhalaba el �ltimo aliento". Cuentos de comadres, claro est�; pero estos cuentos indican hasta qu� punto se hab�a derrumbado incluso en Italia el cr�dito del papa Borgia, desde el d�a en que los humanistas, a ra�z de su elecci�n, ensalzaban con palabras tan encomi�sticas su divina figura y su apostura heroica.
As�, super�ndose a s� mismos, acabaron sus d�as estos dos villanos, los m�s notables aventureros que jam�s hayan pisado la escena de la historia. Los frutos de tantos cr�menes y de tantos esfuerzos fueron recogidos por su enemigo Giuliano della Rovere, en beneficio del cual hab�an sido exterminados los nobles del Estado romano y los d�spotas de la Roma�a.53 Alejandro hab�a demostrado que el viejo orden de la Iglesia era insostenible. La Reforma era un grito imperioso. Los mismos vicios de este papa sirvieron para espolear a la libertad el esp�ritu de la humanidad. Ante un santo pont�fice, todav�a la nueva �poca habr�a temblado en supersticiosa reverenc�a. El Borgia hizo que las pretenciones del papa de dominar las almas de los hombres parecieran rid�culas a todos los hombres inteligentes. Valga esto como excusa de habernos detenido tanto tiempo en el espect�culo de sus enormidades. Ninguna relaci�n de hechos ilustrar�a mejor, no s�lo la corrupci�n de la sociedad y el divorcio de la moral y la religi�n, en Italia, sino tambi�n el absurdo de una pol�tica de la Iglesia que en la edad del Renacimiento circunscrib�a los actos de la cabeza visible de la cristiandad dentro de los mezquinos intereses de una parentela de advenedizos y bastardos.
No hace falta detenerse a hablar de P�o III, el papa que rein� unos cuantos d�as a la muerte de Alejandro. Le sucedi� Giuliano della Rovere, quien subi� al solio pontificio en 1503. Cualquiera que sea el juicio que nos merezca como el sumo pontifice de la fe cristiana, no cabe duda de que Julio II fue una de las m�s grandes figuras del Renacimiento y de que la edad de oro de las letras y las artes en Roma debiera, en justicia, colocarse bajo la �gida de su nombre, y no bajo el de Le�n X: Estamp� sobre el siglo el sello de su poderosa personalidad. A �l debemos las m�s espl�ndidas obras maestras de Miguel �ngel y Rafael. La bas�lica de San Pedro, esta idea materializada, que simboliza la transici�n de la Iglesia de la Edad Media a la moderna supremac�a semisecular de la Roma pontificia, fue inspiraci�n suya. Ning�n despotismo, ninguna repugnante sensualidad, ninguna flagrante violaci�n de la justicia eclesi�stica obscurecen su pontificado. Toda su ambici�n es afianzar y extender la autoridad temporal de los papas, empresa a la que logra dar cima, sofrenando la arrogancia de los venecianos, que amenazaban con absorber la Roma�a, reduciendo a la dominaci�n pontificia Perusa y Bolonia, anexionando Parma y Piacenza y recogiendo la herencia que le hab�a dejado C�sar Borgia. A su muerte, este papa transmite a sus sucesores la m�s extensa y m�s afianzada soberan�a pontificia en Italia. Pero Julio II, hombre incansable, turbulento y que no se sent�a feliz m�s que guerreando, aneg� en sangre la pen�nsula. Se le ha discernido el t�tulo de patriota porque, de vez en cuando, lanzaba el grito de expulsar a los b�rbaros de Italia: hay que recordar, sin embargo, que fue �l quien, siendo todav�a cardenal de San Pietro in Vincoli, acab� por convencer a Carlos VIII de que viniese a Italia desde Lyon, el que, ya en el solio, aguijone� a la Liga de Cambrai contra Venecia y el que trajo a los mercenarios suizos a la Lombard�a, poniendo en cada uno de estos casos el peso de la autoridad pontificia del lado de las fuerzas que esclavizaban su patria. De varias maneras se ha representado a este papa como el salvador de la Santa Sede y la madici�n de Italia.54 Y no cabe duda de que fue, y con mucha fuerza, lo uno y lo otro. En aquellos d�as de anarqu�a nacional, tal vez no se le ofreciera otro camino para engrandecer la Iglesia que el de sacrificar a la naci�n y no pudiera alcanzar la gran meta de su vida m�s que descargando sobre sus compatriotas el azote de la guerra extranjera. Las potencias de Europa escap�banse ya de la disciplina pontificia. Los destinos de Italia de decid�an, ahora, en los gabinetes de Luis de Francia, de Maximiliano de Austria y de Fernando de Espa�a. Impotente para dominar a los �rbitros de Italia, el papa s�lo pod�a enfrentarlos a unos contra otros.
Le�n X sucedi� a Julio II en 1513, con gran alivio de los romanos, cansados ya de las continuas guerras del Pontifice terribile. En la fastuosa pompa de su procesi�n triunfal hacia el palacio Laterano, las calles de Roma aparec�an cubiertas de arcos, emblemas e inscripciones. entre �stas merecen destacarse los versos que campeaban ante la mansi�n del banquero Agostino Chigi:
"Venus rein� aqu�, con Alejandro; Marte con Julio; ahora, con Le�n, sube al trono Palas Atenea." Epigrama al que el aur�fice Antonio di San Marco contest� con este expresivo verso:
"Marte rein�; reina Atenea; yo, Venus, siempre ser�".
El primer papa de la casa de M�dicis alcanz� en Roma la fama de su padre Lorenzo el Magn�fico en Florencia. Exaltado en vida como un nuevo Augusto, dio su nombre a lo que se se ha llamado la edad de oro de la cultura italiana. Como hombre, este papa ten�a sobrados t�tulos para representar la libertad neopagana del Renacimiento. Le�n X, saturado del esp�ritu de su periodo, no sent�a la menor simpat�a por la severidad religiosa, no se formaba concepci�n alguna de todo lo que fuese elevaci�n moral, no abrigaba ninguna ambici�n, por debajo del barniz superficial del ingenio y el buen gusto. La pureza del lat�n era m�s importante para �l que la verdad de la doctrina: J�piter sonaba mejor en un serm�n que Jehov�: la inmortalidad del alma era un tema bueno para los debates acad�micos. Era, al mismo tiempo, generoso y espl�ndido hasta la extravagancia para los hombres de letras y vigoroso en su celo por la difusi�n de los conocimientos liberales. Pero lo que resultaba razonable en el hombre antoj�base rid�culo en el pont�fice. Hab�a una incongruencia irreductible entre su alta dignidad como primado de la Iglesia cristiana y su f�cil y ligera filosof�a epic�rea.
Le�n, como todos los M�dicis despu�s de Cosme I, era un mal financiero. Sus derroches contribuyeron en no peque�a medida a la corrupci�n de Roma y a la ruina de la Iglesia latina, aunque le valieran los elogios y las alabanzas del mundo literario. Julio IV, severo administrador, hab�a dejado en las arcas del castillo de San Angelo 700 000 ducados. Cuando Le�n muri� de repente en 1521, hubo que empe�ar hasta las joyas de la tiara para pagar sus deudas. En el apogeo de su esplendor, gastaba 8 000 ducados en regalos a sus favoritos y en pagar las deudas de juego. Su mesa, abierta siempre a todos los poetas, cantantes, eruditos y bufones de Roma, consum�a la mitad de las rentas de la Roma�a y la Marca. Cre� la orden de los caballeros de San Pedro para reponer un poco el exhausto tesoro y supo sacar tan buen partido de la conspiraci�n del cardenal Petrucci contra su vida, arrancando al cardenal Riario una multa de 5 000 ducados y 125 000 m�s a los cardenales Soderini y Adriano, que casi nos inclinamos a pensar que ten�a raz�n Ulrico de Hutten al ver en todo este obscuro negocio una simple especulaci�n financiera. La creaci�n de 39 cardenalatos en 1517 le vali� m�s de 500 000 ducados. Y, sin embargo y a pesar de todos estos recursos empleados para sacar dinero, los banqueros de Roma estaban medio arruinados, al morir el papa. Los Bini hab�anle prestado 200 000 ducados; los Gaddi, 32 000; los Ricasoli, 10 000; el cardenal Salviati reclamaba el pago de una deuda de 80 000; los cardenales Santi Quattro y Armellini presentaron recibos por 150 000 ducados cada uno.55 Cifras que s�lo adquieren inter�s cuando se tiene presente que las monta�as de oro que representaban se hab�an derrochado en los goces de la sensualidad est�tica.
Al ser nombrado papa, cu�ntase que dijo a Giuliano, duque de Nemours: "disfrutemos del pontificado, pues que Dios nos lo ha dado": godiamoci il Papato; poich� Dio ce l'ha dato.56 Esta frase expresa bastante bien el esp�ritu con que Le�n X administr� la Santa Sede. La t�nica que en ella se acusa domina toda la sociedad romana. En los banquetes de Agostino Chigi, prelados de la Iglesia y secretarios apost�licos code�banse con hermosas cortesanas y muchachos cantores de sonrosadas mejillas; pescados de Bizancio y deliciosos platos de lenguas de papagayo eran servidas en fuentes de oro, que los invitados, despu�s de comer y beber sin tasa, arrojaban desde las ventanas a las aguas del T�ber. Bailes y mascaradas, comedias y desfiles de carnaval llenaban las calles, las plazas y los palacios de la Ciudad Eterna con un remedo de festivales paganos, en que el arte se daba la mano con la lujuria. Tal parec�a como si Baco y Palas Pr�apo hubiesen vuelto a tomar posesi�n de sus viejos dominios y, sin embargo, Roma segu�a llam�ndose cristiana. Los broncos sermones de los frailes en el Coliseo y el ta�ido de las campanas del Ara Coeli mezcl�banse con las declamaciones latinas del Capitolio y con los sonidos de las cuerdas del la�d en los salones del Vaticano. Mientras tanto, entre tropeles de cardenales vestidos de cazadores, danzas de muchachas medio desnudas y m�scaras de bacantes carnavalescas, mov�anse los peregrinos venidos de las tierras del norte, con ojos llenos de asombro y de espanto, los disc�pulos de Lutero, en cuyas almas aguardaba envainada la espada del esp�ritu, dispuesta a desenvainarse en el momento menos pensado y a descargar un mandoble.
Para formarse una idea m�s completa y exacta de Le�n X, hay que compararlo con Julio II. Julio llev� la guerra a Italia con la mira de instaurar en ella el poder temporal del pontificado. Le�n retorn� al nepotismo de los papas anteriores y foment� la discordia en aras de los M�dicis. Ambicionaba asegurar el reino de N�poles para su hermano Giuliano y una soberan�a milanesa para su sobrino Lorenzo. Esto segundo lo logr�, confiri�ndole el ducado de Urbino, en detrimento de sus leg�timos titulares.57 Teniendo Florencia en sus manos y el papado bajo su gobierno, los M�dicis pod�an, en otro tiempo, haber llegado a dominar toda Italia. Pero estos planes, en los d�as de Francisco I y Carlos V, eran ya impracticables. Ninguno de los miembros de la casa de M�dicis ten�a ya, por otra parte, temple para proponerse empresas mayores que el sojuzgamiento de su ciudad natal. Julio era violento de car�cter, pero buen cumplidor de sus promesas. Le�n era suave y evasivo. Atrajo a Roma a Gianpaolo Baglioni, tendi�ndole la celada de un salvoconducto, para luego encarcelarlo y decapitarlo en el castillo de San Angelo. Julio deleit�base en la guerra y nunca se sinti� tan feliz como cuando los ca�ones rug�an junto a �l en Mirandola. Le�n llenaba de indignaci�n el alma de su maestro de ceremonias, porque se empe�aba en montar a caballo para una cacer�a con botas de campa�a. Julio proyect� la bas�lica de San Pedro y comprend�a a un Miguel �ngel. Le�n tuvo el talento necesario para patrocinar a los artistas, poetas e historiadores que daban lustre a su corte, pero no supo hacer que se destacase ning�n genio nuevo. Los retratos de estos dos papas, ambos de mano de Rafael, son extraordinariamente caracter�sticos. Julio, encorvado y macilento, tiene en la mirada el nervioso fulgor de un temperamento en�rgico y apasionado; aunque el tiz�n aparece ya cubierto de cenizas y casi consumido, todav�a arde y puede encender una conflagraci�n. Le�n, en cambio, con su ancha quijada y sus ojos embotados, sus labios gruesos y sus grandes carrillos, delata a la legua la tosca fibra de un hombre sensual.
Muchas veces se ha dicho que tanto Julio II como Le�n X sacaban dinero de la venta de indulgencias para poder constituir la bas�lica de San Pedro, agravando con ello uno de los grandes esc�ndalos que habr�an de provocar el movimiento de la Reforma. En esta �poca de turbulentos y mal dominados impulsos, el deseo de ejecutar una gran obra de arte, combinado con la c�nica decisi�n de lucrarse con las supersticiones del pueblo, dio p�bulo a la rebeli�n. Le�n no lleg� a tener clara conciencia de la magnitud del movimiento luterano. Si alguna vez pens� seriamente en lo que ocurrir�a, no sali� de su asombro. No sent�a ni percib�a la necesidad de reformar la Iglesia de Italia. La rica y multifac�tica vida de Roma y los intereses diplom�ticos del despotismo italiano absorb�an toda su atenci�n. �Qu� importa lo que pudieran pensar o hacer los b�rbaros?
La repentina muerte de Le�n X sumi� al Sacro Colegio en una gran perplejidad. No era posible elegir un nuevo papa sin atender a los intereses pol�ticos encontrados; y �stos divid�anse entre Carlos V y Francisco I. Despu�s de 12 d�as de deliberaciones, los innumerables planes y contraplanes de los pr�ncipes de la Iglesia dieron como resultado la elecci�n del cardenal de Tortosa. Nadie le conoc�a y su elevaci�n al solio pontifico, debida a la influencia de Carlos de Habsburgo, sorprendi� casi tanto a los electores como a los romanos. En su rabia y su horror por haber elegido a este b�rbaro, los miembros del Sacro Colegio hablaban de la inspiraci�n del Esp�ritu Santo, tratando de poner la m�s improbable de todas las excusas al error a que la intriga los hab�a empujado. "Los cortesanos del Vaticano y los altos dignatarios de la Iglesia escribe un testigo ocular lloraban, gritaban y maldec�an , entreg�ndose a la deseperaci�n. " Sobre los muros lisos de la ciudad alguien pintarraje� estas palabras: "Roma se alquila". Llovi� un torrente de sonetos acusando a los cardenales de haber entregado "el hermoso Vaticano a la furia germ�nica":58
Adriano VI puso el pie en Roma por primera vez como papa.59 No sab�a una palabra de italiano y hablaba el lat�n con un acento mal sonante a los o�dos meridionales. Sus estudios no hab�an pasado de la folosof�a escol�stica y la teolog�a. No ten�a el menor trato con las cortes, y era tan ignorante del boato que un papa deb�a llevar en Roma, que escribi� antes de trasladarse a ella, pidiendo que le alquilasen para su residencia una casa modesta y un jard�n. Cuando vio el Vaticano, exclam� que all� debieran morar los sucesores de Constantino y no los de San Pedro. Le�n sosten�a 100 mozos de mulas para el servicio de sus caballerizas; Adriano los despidi� a todos menos a cuatro. Content�base con dos criados flamencos para atender a su persona, y cada noche les daba un ducado para los gastos del d�a siguiente. Una sirvienta tra�da de flandes ocup�base de cocinar sus alimentos, de hacer la cama y lavarle la ropa. Roma, con su espl�ndida inmoralidad, su arte cl�sico y su literatura pagana, produjo al nuevo papa la misma impresi�n que, a�os antes, a Lutero. Cuando sus cortesanos le se�alaron el Laocoonte como el m�s ilustre monumento de la escultura cl�sica, se apart� con horror, murmurando: "��dolos de los paganos!" Mand� tapiar las puertas del Belvedere, que era ya casi la primera galer�a de estatuas de Europa, y jam�s puso los pies en ella.
Al mismo tiempo, entreg�se con el m�s honesto prop�sito, en lo que le permit�an las pocas posibilidades de que dispon�a, teniendo como ten�a las manos atadas , y talento limitado a reformar los abusos m�s ostensibles de la Iglesia. Le�n hab�a llegado a reunir m�s de tres millones de ducados con la venta de beneficios y cargos eclesi�sticos, que representaban para sus compradores una renta de 348 000 ducados y suministraban plazas para 2 550 personas. De un plumazo, Adriano cancel� estos contratos y lanz� al mundo un tropel de beneficiarios destituidos, hambrientos y defraudados. Los cesantes pusieron el grito en el cielo, sin que pudiera consolarse el razonamiento de que el trato que hab�an cerrado con el antecesor de Adriano era ilegal.
Sin embargo, todos estos conatos de reforma de la sociedad eclesi�stica, aunque los inspirara la buena fe, resultaban tan ineficaces como el intento de curar con alfilerazos una fiebre maligna que demanda una sangr�a. La verdadera corrupci�n deRoma, profundamente arraigada en los altos lugares, permaneci� intacta. entre tanto, Lutero hab�a logrado ganar para su causa a todo el norte de Europa, y algunos sagaces observaodres en la misma Roma expresaban sus temores de que sobre la pecadora ciudad se abatiese una espantosa cat�strofe. "Este Estado vive al borde del abismo; Dios quiera que no tengamos que huir pronto a Avi��n o a los confines del oc�ano. Me parece estar viendo la ca�da de esta monarqu�a espiritual. Si Dios no pone remedio, estamos perdidos".60 Adriano hizo frente al peligro y se puso en guardia contra aquel mar de turbulencias, expresando su horror de la simon�a, la lujuria, el latrocinio y otros vicios. Lo �nico que consigui� fue que se rieran de �l. Pasquino burl�base tan desenfrenadamente de su nombre, que el papa jur� que arrojar�a la estatua al Tiber; a lo que el duque de Sesa le replic�, ingeniosamente: "Pod�is echarla al fondo del r�o y, como una rana, saltar� de nuevo a la orilla, croando". Berni escribi� una de sus m�s agudas s�tiras contra el zopenco que no acertaba a comprender la �poca en que viv�a. Y cuando el papa muri�, la puerta de la casa de su m�dico apareci� adornada con esta inscripci�n: Liberatori patriae Senatus Populusque Romanus.
Todos en Roma se regocijaron cuando, en 1523, vieron subir a la silla de San Pedro a otro papa de los M�dicis. El pueblo esperaba que volvieran los alegres d�as de Le�n X. Pero los tiempos hab�an cambiado; las cosas hab�an ido ya demasiado lejos en el camino de la disoluci�n. Clemente VII, el nuevo papa, no supo dar satisfacci�n a los cortesanos cuyas delicias hab�a hecho su primo, m�s amable que �l; hasta los eruditos y los poetas gru��an.61 El gobierno de este pont�fice era d�bil y vacilante. La facci�n de los Colonna 0 levant� de nuevo cabeza al amparo de sus vacilaciones, y encerr� al papa en el castillo de San �ngel. El horizonte pol�tico de Roma empe��base y ensombrec�ase por d�as, como ante una tormenta espantosa. Sobre Roma cern�ase la ruina,
como cuando Dios Quiere sobre una ciudad viciosa destilar su veneno |
Hasta que, por �ltimo, se produjo la cat�strofe. Clemente VII, mediante una serie de tratados, traiciones y tergiversaciones, hab�a acabado perdiendo hasta el �ltimo amigo y exasperando a todos sus enemigos. Tan postrada estaba Roma a fuerza de guerras, tan habituada a la anarqu�a de una serie de revoluciones sin objeto y a o�r las pisadas de los escuadrones extranjeros que desembarcaban y reembarcaban en sus playas, que apenas si lograron sacudir su apat�a las nuevas de que se acercaba a la ciudad una tropa luterana reclutada con el expreso objeto de saquear Roma y reforzada con un hatajo de rufianes espa�oles y con la hez de cada naci�n. El llamado ej�rcito de Frundsberg una horda de bandoleros mantenida en cohesi�n por la esperanza del saqueo lleg� sin dificultad a las puertas de la ciudad.
Tan bajo hab�a ca�do el honor de los pr�ncipes italianos, que el duque de Ferrera, con su ayuda directa, y el duque de Urbino, oponiendo resistencia a las fuerzas contrarias, abrieron a estos merodeadores los pasos del Po y de los Apeninos.
Los invasores perdieron a su general en la Lombard�a. Le sucedi� en el mando el condestable de Borb�n, quien muri� en el asalto a la ciudad. As�, Roma vi�se entregada por espacio de nueve meses al capricho, a la rapacidad y a las crueldades de 30 000 bandoleros sin la disciplina de un jefe. Se demostr� entonces a qu� extremos de barbarie, violencia y bestialidad eran capaces de llegar la brutalidad de los alemanes y la avaricia de los espa�oles.
El papa, sitiado en el castillo de San Angelo, ve�a d�a y noche subir al cielo las columnas de humo de los palacios incendiados y las iglesias profanadas, o�a el llanto de las mujeres y los quejidos de los hombres torturados, que se mezcalban a las groseras chanzas de los luteranos borrachos y a las blasfemias de los bandidos castellanos. Vagando como un espectro por las galer�as del castillo y reclinado sobre sus ventanas, exclamaba como Job:63 quare de vulva eduxisti me? qui utinam consumptus essem, ne oculus me videret! Lo que los romanos, afeminados por la molicie y el gobierno teocr�tico, lo que sus cardenales y prelados, acostumbrados a la sensualidad y a la pereza, tuvieron que sufrir durante esta larga agon�a, no es para ser descrito. Ser�a un cuadro demasiado horroroso. Cuando, por �ltimo, los b�rbaros, saciados de sangre, ah�tos de goces carnales, abarrotados de oro y diezmados por la peste, abandonaron la ciudad, Roma era una viuda envuelta en luto. Ya nunca se repuso del tormento y la verg�enza de aquel saqueo, ni volvi� a ser la alegre, licenciosa y amable capital de las artes y las letras, la Roma dorada y rutilante de Le�n X. Pero los reyes de la tierra apiad�ronse de su desolaci�n. El tratado de Amiens (18 de agosto de 1527), concertado entre Francisco I y Enrique VIII contra Carlos V, en nombre del cual hab�a sido inferida aquella ofensa a la Ciudad Santa de la Cristiandad, unido al tard�o arrepentimiento del Habsburgo, restituy� al pontificiado el respeto de Europa.
Es bien sabido que, en esta crisis, el emperador lleg� a pensar seriamente
en acabar con el Estado eclesi�stico. Sus consejeros aconsej�banle devolver
al papa su rango primitivo de obispo y hacer de Roma nuevamente la capital del
Imperio.64
Pero este plan era irrealizable, en las condiciones pol�ticas del siglo XVI
y delante de una cristiandad todav�a cat�lica. Estas deliberaciones le
valieron a Roma, sin embargo, todos los horrores y calamidades del saqueo; pero
fueron r�pidamente desplazadas por la determinaci�n de fortalecer el poder pontificio
a la sombra de la autoridad imperial en Italia. Florencia fue entregada a los
despreciables M�dicis como prenda de paz. Y nada ha manchado tanto la memoria
del papa Clemente como el hecho de que se prestara a emplear las heces del ej�rcito
que hab�a saqueado Roma para esclavizar a la ciudad que lo viera nacer.
Interiormente, el Estado pontificio hab�a aprendido de la desgracia la necesidad de una reforma. Sadoleto, escribiendo en septiembre de este memorable a�o al papa Clemente, le dice que los sufrimientos de Roma han aplacado la c�lera divina y que se ha abierto el camino para la correcci�n de las costumbres y las leyes.65 Ninguna fuerza armada pod�a impedir a la Santa Sede abrazar una vida mejor y demostrar al mundo que el sacerdocio cristiano era algo m�s que una burla y una farsa.66 En realidad, podemos decir que la Contrarreforma data, hist�ricamente, del a�o 1527.