XXIV. ESPÍRITU Y FERVOR

El d�a 21 de octubre de 1621 fue se�alado para ejecutar a don Rodrigo Calder�n. Se levant� don Rodrigo bien de ma�ana; �l mismo pidi� la ropa con que hab�a de ser ejecutado: le trajeron una sotana larga de bayeta. Don Rodrigo la examin� y cort� el cuello de ella, diciendo que as� hab�a de ser para que el verdugo hiciera bien su obra. Cuando iba visti�ndose, quiso tambi�n que el cuello del jub�n fuese postizo, para que tampoco el verdugo no se turbase y embarazase al quit�rselo. Una vez vestido, don Rodrigo entr� en el oratorio de la casa y oy� devotamente varias misas.

Se acercaba el momenta. La hora de la ejecuci�n era a las once; a las diez y tres cuartos avisaron a don Rodrigo. "Se�or —le dijo su confesor—, ya dicen que nos llama Dios y que es hora de irle a buscar." Don Rodrigo se prostern� en tierra y contest�: "Padre m�o, pues Dios nos llama, vamos apriesa". Pidi� luego un poco de agua y un sorbo de caldo, y comenz� a bajar los escalones serenamente, sin turbaci�n ninguna. En el zagu�n de la casa le esperaba el alcalde de Corte don Pedro Mansilla, grande y antiguo amigo suyos. Los dos hablaron brevemente; don Rodrigo le recomend� influyese para el pronto despacho de unos asuntos de su mujer e hijos; prometi�lo el alcalde; di�le las gracias afablemente don Rodrigo, ambos se despidieron. Entonces comenzaron a pla�ir y dar gritos los amigos y antiguos criados de don Rodrigo; �l salud� a todos; les estrechaba la mano efusivamente; les dec�a: "Se�ores, ahora no es tiempo de llorar, pues vamos a ver a Dios y a ejecutar su sant�sima voluntad". Estaba en la puerta de la calle la mula en que el reo hab�a de montar; era una mula de las caballerizas de don Rodrigo. Don Rodrigo subi� a ella y se compuso cuidadosamente la ropa. Lleg� el verdugo a atarle las piernas y don Rodrigo le dijo:"No me ates, amigo. �Piensas que me he de ir?" Tom� el verdugo la rienda de la mula, y la comitiva se puso en marcha. Iban ministros de Corte, guardas, frailes y las cofrad�as con sus cristos. Don Rodrigo marchaba dignamente. LLevaba una larga y negra capa, sobre la que destacaba encendidamente la roja cruz de Santiago. El cabello largo, desparramado, le ca�a sobre los hombros; la barba, que no se la hab�a afeitado tampoco en los treinta y dos meses de su prisi�n, era larga y ancha tambi�n. Hab�a una inmensa muchedumbre en las calles, en los balcones, en los tejados. Al verle se produjo un formidable rumor; muchos lanzaban grandes gritos. "�Dios te perdone!", dec�an unos. "�Dios te d� buena muerte!", exclamaban otros. "�Dios te d� valor!" profer�an unos terceros. "Am�n —contestaba don Rodrigo—; Dios os lo pague".

Desde la calle ancha de San Berbardo la comitiva fue a la plaza Mayor, donde estaba el cadalso, pasando por la plazuela de Santo Domingo, la de Santa Catalina, la calle de las Fuentes, plaza de Herradores, calle Mayor y calle de Boteros. Cuando don Rodrigo lleg� al cadalso y lo vio sin luto, dijo: "Yo no he sido traidor. �Me quieren degollar por detr�s? �C�mo est� este cadalso sin luto?" Subi� serenamente las escaleras, y cuando estuvo arriba dijo a su confesor: "Descansemos un poco". Se sentaron en el banquillo; hab�an acompa�ado al reo sobre el cadalso catorce religiosos, Don Rodrigo se levant� y comenzaron todos a hacer unas oraciones. El verdugo avis� que ya era hora; se acerc� don Rodrigo y se sent� en el banquillo; una vez sentado, se compuso bien para no estar en una posici�n fea. "�Estoy bien?", le pregunt� al verdugo. Despu�s le dio el beso de paz y le dijo que le quitara una banda que tra�a al cuello y que le vendara con ella los ojos. H�zolo el verdugo, y como al atarle el tafet�n por la espalda creyera don Rodrigo que el verdugo iba a degollarle por detr�s, pregunt�: "�Qu� haces, amigo? Mira que no ha de ser por ah�". Cuando tuvo vendados los ojos exclam�: "Padres m�os, no se me vayan, por Dios, de aqu�". Respondieron los religiosos: "Aqu� estamos, se�or. Diga vuestra se�or�a Jes�s". Dijo Jes�s don Rodrigo, y al punto le ech� la cuchilla el verdugo y lo degoll�.

As� acab� su vida don Rodrigo Calder�n, marqu�s de Siete Iglesias y conde de la Oliva. "Para todo le dio Dios esp�ritu y fervor", dice un testigo de los sucesos.

Tenga el pol�tico este esp�ritu y feror que tuvo don Rodrigo, este sosiego, esta inalterabilidad maravillosa y profunda.

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