XXV. ACORDARSE DEL CAPELO DE LERMA

Si el marqu�s de Siete Iglesias fue el le�n fuerte, desde�oso magn�fico, que muere sin un gemido —como en la f�bula—, el duque de Lerma fue la vulpeja artera, h�bil, vigilante sigilosa. Conoc�a a los hombres; ten�a una gran astucia. Dice Quevedo en sus Grandes anales de quince d�as que habi�ndose enojado con �l una vez el rey, el duque, para precaverse de su ira, "en una noche mud� tres camas en diferentes casas".

Pocos pol�ticos habr�n gozado de tanto poder como el duque de Lerma. Gobern� durante veintidos a�os la monarqu�a espa�ola; el rey renunci� en �l toda iniciativa y todo mando. Con todo esto, tuvo que desplegar una gran energ�a y una consumada habilidad para luchar contra poderosos rivales. Luch� contra su propio hijo, el duque de Uceda, a quien �l hab�a encumbrado y metido en Palacio; contra su antiguo confesor, fray Luis de Aliaga, a quien tambi�n �l hab�a hecho confesor del rey; contra el conde de Olivares, que tanto poder hab�a de adquirir luego y que entonces comenzaba su carrera pol�tica.

Poco a poco, sin embargo, se fue eclipsando su estrella. En Palacio se iban cansando de �l; el rey ya no le distingu�a y favorec�a como antes; los palaciegos tramaban conspiraciones contra �l. El duque entonces, viendo que su suerte iba declinando y que tal vez peligrase su vida en el fracaso —como acontenci� luego con don Rodrigo Calder�n—, ide� , para guarecerse en la ca�da, un recurso que a un historiador ha parecido "bien extra�o". El duque de Lerma negoci� secretamente con la Santa Sede un capelo, y —seg�n frase de otro cronista— "de la noche a la ma�ana sali� por la corte vestido de cardenal".

En los tiempos presentes los reyes no pueden quitar la vida a sus ministros; lo que a �stos puede sucederles es que la masa popular, la opini�n —que es hoy el verdadero tirano—, les suma en la injusticia y en el olvido. Tenga siempre, pues, presente el pol�tico el momento de su desgracia,. Si es rico y de conciencia delicada, el ejercicio de los negocios p�blicos puede costarle su fortuna. Sea cauto y no la gaste toda; reserve al menos una parte de ella para cuando las fuerzas le falten y llegue le momento de la retirada, o para cuando habiendo llegado al mundo nuevos aires, nuevos procedimientos, nuevas ideas, �l se sienta in�til, o, lo que es peor, sin serlo, lo repute por in�til la muchedumbre.

Sepa tambi�n, mientras le duren las fuerzas y el valimiento, sostener y fomentar la amistad de unos pocos y buenos amigos. No estime a los que le adulan; tenga la abnegaci�n de sobreponerse a s� mismo y de tolerar que en el seno de la confianza le sea dicha la verdad. Estos pocos amigos, que no estar�n cerca de �l por codicia de las mercedes, sino por amor a su persona, le seguir�n en la adversidad, en el olvido, en la decadencia, y le confortar�n y alentar�n.

La corta fortuna que haya salvado y estos amigos fieles ser�n para �l lo que el capelo de cardenal fue para Lerma.

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