XXXII. LOS HOMBRES DE MAÑANA

Preocúpese el político de la cultura y enseñanza: los niños de hoy son los hombres de mañana. Si nosotros tuviéramos entre nuestras manos un tierno intelecto (como el escultor tiene estre sus manos el barro) y tuviéramos que irlo formando poco a poco, ¿que es lo que hariamos? ¿Que dirección imprimiríamos a esta conciencia virgen y qué camino señalaríamos a estos pies que están impacientes por entrar en el gran camino del mundo? He aquí unos graves problemas. Nosotros, ante todo, tenemos un invencible horror a la pedagogía; todo método, todo canon, toda pauta marcada de antemano nos inspira una aversión irremediable. La vida es una cosa sutil, irregular, multiforme y ella escapa a toda reglamentación y encasillamiento. Nosotros no aplicaríamos a nuestro amigo ninguna pedagogía, sea cualquier nombre que tuviera; no pondríamos en su cerebro ninguna cosa abstracta; no le haríamos aprender nada de memoria; nuestro único cuidado sería hacerle ver la realidad y apartar de su cerebro todo momento de tedio y de tristeza. La tristeza y el tedio: aquí tenemos los dos grandes enemigos del hombre. ¿No habéis observado estos instantes durante los cuales, en un salón de estudio, en una visita o en un casino —mientras los hombres graves charlan—, un niño se aburre? ¿No habéis visto sus ojos sin luz, su cara larga, sus labios contraídos y su entrecejo arrugado? Dad lugar a que estos breves instantes se repitan; no saquéis a este niño de este colegio uniformado y tétrico; no le apartéis del lado de estas señoras vestidas de negro y suspiradoras con quienes vive; no le proporcionéis, enfrascados vosotros en vuestros negocios o en vuestros placeres, esta alegría, esta distracción continua, este ejercitar ameno y no interrumpido de la comprensión que él necesita, y al cabo de unos años todos los breves, fugaces minutos de tedio, habrán entenebrecido su espíritu y pesarán para siempre, a lo largo de toda su vida, como una abrumadora e insacudible losa de plomo. La deformación del carácter se habrá efectuado irremediablemente: habréis matado a un hombre que continúa viviendo. Y tendréis en lugar de un espíritu sereno y ecuánime un romántico enemorado del misterio; tendréis un sentimental; tendréis un hombre que cuenta sus dolores, que se queja y que pone a cada momento una honda tribulación en estos seres queridos que le rodean en el hogar; tendréis un hombre que ante la adversidad se juzga postergado, no comprendido; tendréis un hombre que cree en la injusticia de las cosas (como si las cosas en sus combinaciones ciegas pudieran tener justicia o injusticia); tendréis un hombre que reniege de su tiempo y tiene fe en reparaciones milenarias; tendréis, en fin, un hombre que en vez de vivir en su época, plenamente adaptado a las circunstancias del presente, buenas o malas, gozando como puede de ellas, sin plañidos y sin añoranzas, forcejea por vivir en una vida que no es la suya, hace esfuerzos dolorosos por apartarse del ambiente que le rodea, se entristece, lanza súplicas y gemidos, sacrifica, en resolución, todo su presente a un ideal inasequible o a un devenir remoto.

No; que ninguno de estos niños, que han de ser los hombres de mañana, siga este camino. Hagamos cuanto nos sea dable por apartarlos de él. Sepan los que pretendan reconstruir un pueblo, y sepamos todos, que el primero, el más hondo y fundamental de nuestros deberes como hombres es la alegría. Y no entristezcamos nunca a los demás con nuestros dolores, que debemos siempre ocultar bajo una faz serena.

 

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