XXXVII. LA FUERZA CONTENIDA

No d� toda la medida de s�; res�rvese siempre algo; repr�mase. En esto estriba la diferencia que en la regi�n del arte separa a los cl�sicos y a los rom�nticos. Los rom�nticos corren libremente, desenfrenados; los cl�sicos se refrenan y encauzan en una regla. Los rom�nticos nos muestra una fuerza entregada a s� misma, avasalladora, tumultuosa; los cl�sicos, una fuerza que se domina y que vence la trabas y obst�culos de los preceptos. Los cl�sicos no necesitan para nada la libertad que reclaman los rom�nticos; no necesitan romper causes ni moldes; se mueven y evolucionan con facilidad y elegancia en las estrechas reglas en que un menguado esp�ritu se agobiar�a.

Dom�nese el pol�tico. Si en una conversaci�n o debate sobre tal o cual tema interesante hay un hombre sobre quien se sospecha que est� enterado de todo y que calla o dice s�lo equivocas palabras, este hombre atraer� sobre s� la expectaci�n; en una lucha un adversario que muestre contenerse, que haga ver que tiene una fuerza efectiva, pero que no la usa, ser� reputado como el mejor. Es un signo de aristocratismo, de buen gusto, de mundanidad, este refrenar de la propia energ�a. Hay aqu� como un delicado desd�n. Se podr�a hacer una cosa, pero no se quiere hacerla; un hombre inexperto y vanidoso se lanzar�a a hacerla precipitada y ostentosamente; este esp�ritu mundano que se refrena deja pasar desde�osamente la ocasi�n, seguro de que cuando quiera, en cualquier momento, podr� realizarla.

Complemento de lo que va escrito es este otro aviso. Conozca perfectamente sus fuerzas y alcances. Todo hombre tiene un temperamento; en �l hay notas de fuerza y notas de flaqueza. El pol�tico conocer� cu�l es la nota que en �l domina, a qu� debe �l su fuerza. De este modo, al empe�arse en una lucha deber� industriarse para que el giro de la contienda vaya por el lado en que �l pueda triunfar.

Si esto no pudiera ser, no acepte desde luego la lucha, y sepa encontrar para zafarse un pretexto de ingenio. No se ofrezca nunca inerme, menguado, ante el concurso. Al contrario, si conoce su caracter�stica, su nota dominante, y si sabe cu�ndo ha de aceptar o no la batalla, �l podr� darse estre supremo placer, este supremo y aristocr�tico y espect�culo de jugar con el adversario, de tener piedad y generosidad con �l —que es la m�s grande humillaci�n—, de hacer ver que se le puede destrozar y no se lo destroza, de mostrar, en fin, la fuerza contenida.

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