Viejos y nuevos amagos de la barbarie

El apresuramiento y el arte del buen comer y beber se hallan re�idos en t�rminos de guerra a muerte, tanto que en alg�n restaurante de primera l�nea he le�do en la minuta: "Si tiene usted prisa almuerce en otro sitio; nuestra cocina reclama tiempo". La advertencia me pareci� de perlas, pues si teme usted que el avi�n o el tren le dejen no piense en exquisiteces gastron�micas. Si su preocupaci�n fundamental es viajar, llene su est�mago en cualquier parte pero no intente comer, como tampoco creo que deba confesarse y comulgar si acto seguido piensa escaparse con la primera estrella de la carpa instalada en el pueblo. El llamado quick lunch es lo que se llama en Espa�a un "plato compuesto", justamente lo indicado si se va de prisa. Lo que no tiene equivalente en parte alguna es el fast drink, ataque frontal contra la moral y las buenas constumbres. Recuerdo que estudiaba en Alemania al llegar en mayo el d�a de Pentecost�s —Pfingstentag—, con motivo del cual la gente beb�a fren�ticamente, acelerando el momento de la ebriedad mediante el sistema de mezclar cerveza y ginebra en sus tarros. De momento me horroric� ante el espect�culo de j�venes y viejos que bailaban y cantaban como enajenados; luego pens� que a resultas de su derrota en la �ltima Gran Guerra los alemanes presentaban signos inequ�vocos de memez; mas finalmente comprend� por qu� beben de ese modo los alemanes, los escandinavos, los yanquis y los ingleses. Y cuando ese d�a lleg�, todo me result� tan claro como si de pronto hubiera descubierto c�mo asentar sobre la mesa el otro huevo de Col�n.

Se dir� que tambi�n en la Feria de Sevilla se bebe por hectolitros y es verdad, mas en primer lugar se bebe vino de Jerez —que ya es diferencia—, y en segundo es ocasional encontrarse con alg�n borracho. En la caseta que instala en la Feria el gran fot�grafo sevillano Luis Arenas se beben sobre setenta cajas de Fino La Ina en los ocho d�as del jaleo, pero en las primeras tres horas del Pfingstentag de Rothenburg ob der Tauber todo el mundo est� que da l�stima. Beber vino de Jerez en la Feria sevillana, y cerveza con ginebra en el Pentecost�s de Rothenburg —o en la Oktoberfest de Munich— ilustra, mejor que diez estudios sobre la braquicefalia germ�nica y la dolicocefalia espa�ola, la diferencia entre un alem�n y un andaluz.

La pasi�n con que se embriagan los pueblos n�rdicos tiene mucho que ver con la m�stica del �xito terreno que profesan. Sin el �xito, la vida en estos pueblos carece de sentido, y el instrumento para alcanzarlo es la eficacia, the efficiency, die Wirksamkeit. Entre nosotros, en cambio, muchas otras veredas conducen al mismo objetivo, digamos que la loter�a, un buen matrimonio, descubrir una mina al plantar un �rbol, contar con un presidente que fue nuestro compa�ero de escuela, escribir un libro a base de palabrotas, y otros no menos socorridos.

A ojos de germanos y anglosajones, en cambio principios como "Efficiency above all" y "With the other�s money" son tan importanes como pueda serlo el "Amaos los unos a los otros" entre pueblos subdesarrollados. Cuenta D�az Plaja que cuando acompa�� a un grupo de chicos americanos en un viaje por Europa, �stos com�an en el barco las viandas y beb�an el vino como nunca lo hicieron en su tierra, y que cuando se los hizo ver contestaron inocentemente: "Es que todo est� incluido en el precio del billete". El escritor atribuye tal conducta a la avaricia del norteamericano, mas en mi opini�n otro es el motivo, pues si el pago del billete era un hecho pasado —y los americanos aman el presente y el futuro—, en la nueva relaci�n de espacio y tiempo, hoy y a bordo, los chicos ten�an la impresi�n de vivir a costa de la empresa naviera, y recordar el apotegma "With the other�s money" les abr�a el apetito.

Si el dogma terrenal de la eficacia domina todo, parece l�gico que en los Estados Unidos resulte idiota que alguien se decida a beber si no tiene el prop�sito de acabar hecho una cuba. V�ctima de tal principio enajenante un yanqui entra en un bar y deja diez billetes de a d�lar sobre la barra, ordena bourbon o scotch, y se coloca frente al aparato televisor. La conducta del parroquiano es tan com�n que el camarero se contentar� con llenar el vaso al agotarse su contenido, retirando tambi�n el importe de cada libaci�n. Beber para ese hombre no es sino tarea, que desempe�a con la misma eficacia que su job en la oficina o en la f�brica. Si no es para embriagarse, �cu�l puede ser el objeto de decidirse a beber? En Norteam�rica, y por supuesto en Inglaterra, Alemania, Suecia, etc., lo que presta un sentido a la vida es el objetivo, tanto que el carente de una meta en su vida —el aimless— es el ser m�s negativo que pueda verse en tales latitudes.

Recuerdo que cierto d�a, en Santa Fe de Nuevo M�xico, daba un paseo nocturno por las desiertas calles en compa��a de mi mujer. De pronto, y para mi sorpresa, ten�a a mi lado un veh�culo de la police patrol. "�Qu� hacen ustedes?", interrog� el hombre que estaba al volante. "Nada —contest�—, s�lo caminamos." El polic�a me mir� como si viera la cosa mas est�pida de su vida. "Pero...�no van a ninguna parte?", pregunt� todav�a sin dar cr�dito a sus o�dos. "No —insist�—, we are just walking. "El hombre no resisti� m�s y orden� que regres�ramos al hotel. Caminar de noche y sin rumbo, s�lo por el gusto de hacerlo, resultaba a su juicio no s�lo una extravagancia —locos hay en todo el mundo— sino algo bastante peor: el colmo de la ineficiencia. Luego contar�a a sus compa�eros que esa noche, durante su ronda de rutina, se encontr� con un par de aimless despreciables.

Pues bien —y esto importa para los fines de mi tesis—, cualquier norteamericano medio experimentar� la misma sorpresa del polic�a de Santa Fe ante el espa�ol que todos los d�as se instala en su bar predilecto, y no por la copa de chinch�n que va a empinar sino porque se propone conversar con sus amigos sobre las haza�as de los atronautas, si es de Madrid, o sobre sus propias haza�as er�ticas en el Madrid de 1930, si vive en Pola de Lena, en Puebla de Sanabria o en Madrigal de las Altas Torres. Tan dif�cil es convencer a un ciudadano americano de que un bar es el lugar ideal para conversar como hacerle entender que la f�brica o la oficina son sitios adecuados para discutir el sexo de los �ngeles, una nueva versi�n de la hipotenusa o el �ltimo knock-out de Mohamed Al�. Pr�ceres, y al fin v�ctimas de la efficiency, los yanquis terminar�n por instalar inyectores de whisky en las butacas de los cines para evitar por un lado las molestias del bar, y por el otro para meterse en el cuerpo una buena dosis de bourbon o scotch mientras se divierten con el filme de su gusto. La conquista de ambos objetivos al mismo tiempo les har� sentirse los seres m�s activos de la tierra: "I am a double purpose guy", podr� decir John Smith al salir del cine; nada menos que un tipo con dos objetivos en uno. Sencillamente fenomenal.

No es tan larga la historia que ha corrido entre el yanqui id�lico —tan ingenuo, noble y bueno— y la actual y galopante crisis de valores morales que afecta a los Estados Unidos; entre el puritano de anta�o, frugal e incorruptible, y el norteamericano actual que se conduce como nuevo rico en punto a minutas, caldos famosos y otros placeres menos inocentes, tanto que restaurantes europeos, asi�ticos e iberoamericanos hacen su agosto en los Estados Unidos. A la nueva situaci�n atribuyo que algunos de mis amigos pochos, que los tengo, y muy buenos, digan que en los Estados Unidos se come al nivel de pa�ses pr�ceres en el orden de la gastronom�a, aunque lo cierto sea que se come bien en ciertos restaurantes extanjeros y caros, como tambi�n se puede comer estupendamente en Tokio y en alg�n lugar de la Meseta del Pamir.1[Nota1] Decir que en los Estados Unidos se come bien porque hay excelentes restaurantes extranjeros equivale a sostener que M�xico sea un pueblo rico porque en �l operan ocho o diez bancos en cualquiera de sus ciudades de mediana importancia, conclusi�n precipitada y obviamente falsa. Las apariencias enga�an, se ha dicho desde que el mundo es mundo. Nunca he visto tantos bancos como en Estambul, ni m�s agraviante miseria.

Para continuar con los amagos de la barbarie deteng�monos un poco en la farmacopea y algo m�s en el auge actual de alimentos enlatados y congelados, manifestaciones muy claras, ambas, de los temores y prisas de nuestro tiempo. La amenaza de la farmacopea es tan seria que hasta en pa�ses habituados a la buena mesa se dejan o�r recomendaciones de tal o cual platillo, fruta o tub�rculo por las vitaminas que contiene, no obstante que cualquier hombre bien nacido sabe que cuando su m�dico le recomienda vitaminas, las podr� comprar en la farmacia en forma de comprimidos, e ingerirlas con el apoyo de medio vaso de vino. Los seres realmente humanos se sientan a la mesa a gozar, no a prevenir dolencias ni la posibilidad de caries dentales. Admito que tales o cuales vitaminas sean indispensables para el crecimiento y otras para la prevenci�n del c�ncer y los catarros, mas pensar en ellas a la hora de comer es tan idiota como ir a la cama con el prop�sito exclusivo de dormir, independientemente de que dormir sea muy saludable tambi�n.

En otro orden, pero con el mismo car�cter atentatorio, el empleo indiscriminado de alimentos enlatados y congelados grava el presente y ensombrece el futuro de la gastronom�a. Es leg�timo que fuera de temporada acudamos a ostras, ch�charos, ejotes o esp�rragos enlatados, mas es un acto de salvajismo que a ciencia y paciencia de la polic�a se nos haga ingerir jugo de naranja en bote cuando hay naranjas frescas en el mercado, y que eso mismo ocurra con betabeles, tomates, mariscos y carnes que pueden comprarse en estado natural, o bien que se acuda a estos dos �ltimos productos congelados cuando los frescos est�n al alcance del cocinero o la se�ora de la casa. Sin excepci�n, los productos empacados en latas o botes son caricaturas de esos mismos art�culos en su estado natural. Si se toma la molestia de comparar un camar�n, una ostra, unos esp�rragos o unos ch�charos de bote con un camar�n, una ostra, unos esp�rragos o unos ch�charos frescos advertir� desde luego la diferencia. Claro que si no la encuentra hallar� tambi�n deliciosas las sopas de Heinz o de Campbell, y comer� feliz en luncheonettes de los Estados Unidos o de los pa�ses coloniales que los imitan.

Para terminar con los amagos de la barbarie sobre el arte de comer, me resisto a dejar en el olvido ciertos productos que la tecnolog�a americana introduce paulatinamente en el mercado, esos compuestos vegetales con sabor a carne de cerdo o vaca, mariscos y pescados, que si de momento se expenden s�lo en las llamadas Healthfood Stores de los Estados Unidos, es muy probable que pronto invadan los mercados exteriores. Lo que se expende en las Healthfood stores es un atraco de la t�cnica sobre el arte de comer, pues no obstante ser tales art�culos lo que son, basura, enga�an y pervierten paladares ideados por el Creador para el perfeccionamiento y el placer de seres humanos. Quien adquiere el h�bito de comer lo que esos perversos establecimientos expenden no tiene salvaci�n posible, y podr� tambi�n meterse en la cama con mujeres hechas de fibra de vidrio sin reparar en la diferencia.

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