Las v�as del placer gastron�mico

Ante la expectativa de una comida suculenta, y de alguna buena botella para acompa�arla, tendremos que aguzar la vista, el gusto y el olfato, los tres instrumentos del placer gastron�mico.

El primero —la vista— es de modestos alcances, pues anuncia la posibilidad de grandes aventuras sin comprometerse en cuanto a los resultados. He sido testigo de platillos lucidores y mesas estupendas que al fin desilusionaron, y tambi�n de suculentos manjares mal presentados. La vista es el veh�culo que nos empuja hacia chuletones, peces o mujeres, si bien una serie de experiencias dolorosas nos ense�a que tan pueden chasquear hembras de buen ver como langostas que se dejaron hervir media hora en vez de diez minutos.

En los Estados Unidos se han puesto en juego mil argucias para darnos gato por liebre, y meternos la comida por los ojos es la m�s socorrida de todas. Aun en comedores infames y degradantes como Kress, Woolworth y Wallgreen�s se exhiben insidiosos postres, tan atractivos que el infeliz transe�nte no resiste la tentaci�n de disfrutar las maravillas que anuncian. Geniales vendedores, hasta la fotograf�a a colores de un vulgar ham sandwich derrama nuestros jugos g�stricos, y no digamos un plato de frutas con cottage cheese o un trozo de carne, perfecto por su corte y tama�o brillante, tierno como la sonrisa de un ni�o, con la marca de la ardiente parrilla sobre ambos lados. Pero pasa usted y se sienta; pide que le sirvan el platillo que motiv� su amor a primera vista, y al no poder comerlo exigir� que le aderecen con catchup el poster que le indujo a ordenarlo. En el arte de comer, dejarse llevar por la vista es tan riesgoso como casarse con una mujer s�lo porque nos sedujo su fotograf�a. Un amigo m�o, que adopt� el riesgoso sistema, comprob� que el estudio donde pos� su ya inevitable esposa hab�a desaparecido durante uno de los bombardeos nazis sobre Inglaterra, treinta a�os antes.

El gusto importa bastante m�s que la vista como v�a del placer, pues es la funci�n sensorial gracias a la cual apreciamos las propiedades s�pidas de los cuerpos. Su campo receptivo —exclusivamente en el caso de la gastronom�a— se encuentra en las mucosas bucales y del principio de la faringe, pero es la lengua su m�s perfecto instrumento de trabajo, y no s�lo porque sirve para amasar, revolver, exprimir y tragar los alimentos —explica Brillat-Savarin— sino porque sus papilas se impregnan de las part�culas s�pidas y solubles de los cuerpos que entran en contacto con ella. Gracias a las papilas, esparcidas en la superficie de la lengua, podemos distinguir entre un vino bueno y uno malo, o entre una salsa de almendras y una de chile verde.

Por lo que se sabe, el gusto s�lo distingue cuatro sabores: el �cido, el salado, el dulce y el amargo, mas ya con el apoyo del olfato redime su capacidad elemental y se convierte en co-reactor de secreciones salivales y g�stricas fundamentales para el proceso digestivo siempre y cuando excitaciones graves no den lugar a la hipoestesia, o sea a la fatiga sensorial, como ocurr�a a don Juan con sus mujeres y a los mexicanos con el exceso de chiles y aguardientes de agave, alguno de los cuales, como el sotol de mi tierra, tienen tal fuerza que se aplica con �xito en casos desesperados de gangrena septic�mica.

La olfacci�n, en cambio, es la llave maestra en la que seg�n Brillant-Savarin "no han insistido como debieran los fisi�logos" pues, clave de todos los placeres de la mesa, en su ausencia perder�amos la posibilidad de distinguir entre un platillo preparado por la recamarera y otro concebido por un gran maestro, entre un vino corriente y un Saint Emilion Cheval Blanc, un Pouilly Fuiss�, un Vega Sicilia o un Gran Coronas de etiqueta negra. En t�rminos generales puede decirse que la significaci�n del olfato resulta de que cualquier cuerpo s�pido es tambi�n odor�fero, ambivalencia que nos permite apreciar la calidad de los manjares tanto como la procedencia de los vinos, su edad y aun su cosecha. Tambi�n es cierto, claro est� que la olfacci�n llega a ser un martirio espantoso si colocamos bajo nuestra fosas nasales alg�n platillo detestable, si viajamos en el Metro madrile�o en el mes de agosto, o si tenemos la osad�a —como yo la tuve en Par�s de los a�os inmediatos al fin de la guerra—, de concurrir a los cines populares del Barrio Latino. Brillat-Savarin escribi� que la nariz es el centinela avanzado que grita "�qui�n vive?" cada vez que nos hallamos en peligro m�s o menos grave, o sea que el olfato, h�roe y villano, eleva nuestros placeres y agrava nuestras miserias, haci�ndolo gozar o padecer a su arbitrio. El olfato es tan fr�gil y riesgoso como cristal de Bohemia en manos de un ni�o, o como el destino de un pueblo sujeto al capricho de un pol�tico activ�simo, locuaz, megal�mano, mesi�nico y tardado.

En cuanto a la olfacci�n, puede ser por inspiraci�n —digamos que cuando el objeto que est� bajo las fosas nasales es una sopa de ajos o los calcetines de un cartero—, o por expiraci�n, cuando se deglute un sorbo de buen vino o un bocado de perdiz estofada. Esto en punto a la olfacci�n, pues en cuanto a olores propiamente dichos los fisi�logos los han clasificado en varios grupos, desde los et�reos y bals�micos, originados en vinos y flores, hasta los empireum�ticos que resultan del tabaco. Tan decisiva y cargada de responsabilidades es la olfacci�n que si nuestro Icaza pudo escribir que no hay pena mayor que la de ser ciego en Granada, peor todav�a ser� llegar a una mesa seductora bajo los efectos de una afecci�n gripal. Con nuestra olfacci�n herida de muerte —sobra decirlo— dar� lo mismo un noble tinto de veinte a�os que un caldo tierno del a�o anterior, un pollo al vino como lo sirven en Dijon que un filete de tibur�n preparado con aceite P�mex. Ofrecer una comida suculenta a un amigo acatarrado, rociada con los mejores vinos, es tanto como —y que perdone el amigo— arrojar margaritas a los cerdos. Personaje de primera l�nea en los caminos del placer gastron�mico, la olfacci�n, por su importancia misma, despierta primero la envidia y luego los atentados de seculares enemigos, algunos emboscados como pescar un constipado el d�a en que nos invita a cenar la se�ora duquesa de Tentequieto, y otros que nosotros mismos encubrimos y apoyamos. El h�bito de fumar es seguramente el m�s grave, aun sin llegar a los extremos vand�licos de fumar durante la comida, atentado que merece cap�tulo aparte en el cat�logo de las miserias humanas. Cuando veo que un caballero muy elegante, instalado en un lujoso restaurante, enciende un cigarrillo al terminar con una sopa de ostras, de huitlacoche o de cebollas, no necesito m�s para saber qu� clase de alma esconde la ropa del rufi�n que tengo enfrente.

No pienso pues en ese caso, horrendo y nada ins�lito, sino en la ocurrencia habitual de fumar cigarrillos o pipas minutos antes de ir a la mesa, y no s�lo por la nefasta acci�n del tabaco sobre las papilas sino porque si seis, ocho o diez presuntos comensales fuman all� mismo, a la hora de comer y beber el ambiente se hallar� tan viciado que nadie apreciar� las excelencias de la cena que prepar� la se�ora de la casa, y menos todav�a si la anfitriona, sensible a los malos olores, trat� de corregirlos mediante alg�n l�quido perfumado rociado con aspersor. No puedo imaginar escena m�s dantesca que una cena en la que previamente se fumen cigarrillos, puros y pipas; en la que rosas fragantes adornen la mesa y los invitados se hagan notables por sus lociones o perfumes. No se conoce todav�a pituitaria capaz de resistir la ofensiva conjunta de olores bals�micos, arom�ticos y empireum�ticos, y que en esas condiciones se elogien los finos �teres de un vino tendr� que ser un acto de la m�s refinada hipocres�a.

La casa donde vamos a comer debe oler a los manjares que van a servirse, no a tabaco, agua de azahares o pajillas de s�ndalo, estas �ltimas recomendables si lo que usted se propone es preparar el ambiente para una escena de amor, mas totalmente inadecuadas como pr�logo para una sopa de ostras. La olfacci�n de los alimentos excita las secreciones salivales y g�stricas que abren el apetito y favorecen la digesti�n, algo que de seguro ignoran las se�oras que nos piden disculpas porque la casa huele al filete trufado que est� en el horno, sin reparar que para un buen gastr�nomo aquel perfume es el primer anuncio del para�so que se le depara. La sorpresa es un ingrediente valioso en la guerra y el amor, pero absolutamente nefasto si se habla de placeres gastron�micos. Cierto que en el amor tampoco ser� refinado que la chica se entregue entera cuando llega usted s�lo a pedir su mano —los episodios sucesivos y en su orden son recomendables—, pero que espere una fabada asturiana y le salgan con unos ravioles es como para matar al autor de la sorpresa.

Si en un restaurante el placer gastron�mico no puede principiar con los olores de la cocina —que all� son mezcla de los mil demonios— sino que arranca del momento en que usted abre la minuta y pasa los ojos sobre los platillos que se anuncian, es porque en aquel caso y en �ste se nos har� agua la boca, o sea que principiaremos a secretar los jugos destinados a facilitar la digesti�n. Por eso los europeos, con vituperio de los turistas, no s�lo cambian impresiones sobre lo que van a pedir a la hora del almuerzo sino que hablan de vinos y viandas durante y con posterioridad a la comida misma, conducta que com�nmente provoca el esc�ndalo de los indocumentados: "�qu� hartos son —se les oye exclamar—; cuando no est�n comiendo est�n hablando de comer!", y no caen en la cuenta de que si aquellos se�ores abordan temas gastron�micos antes o al momento de llegar a la mesa es para que sus est�magos reciban las viandas sin sobresalto, y que si al teminar contin�an con el tema es porque se proponen evitar trastornos digestivos que les har�an pasar un mal rato si, en vez de vinos, salsa o carnes, se ocuparan de la devaluaci�n del peso mexicano.

El sagaz don Antelmo Brillat-Savarin advirti� todo eso siglo y medio atr�s, con el antecedente —favorable a su talento— de que por entonces no se extend�a a�n el h�bito de utilizar las comidas para hablar de negocios. "Es notorio que los pueblos semib�rbaros —escribi�— tienen la costumbre de utilizar las comidas para hablar de negocios importantes. En los festines, los salvajes resuelven declarar la guerra o hacer la paz, y es en las tabernas donde los aldeanos arreglan sus asuntos." La costumbre, hoy tan extendida, es como dice don Antelmo, salvaje o semib�rbara. Si vamos a preparar una tesis sobre la filosof�a de Kant o de Heidegger, parece natural hablar de la Cr�tica de la raz�n pura o de Ser y tiempo, mas si se trata de comer unas codornices con uvas, un buen pozole jalisciense o un estofado de perdiz, hablaremos de sus respectivas excelencias, seguros de que all� Kant o Heidegger nos van a entorpecer la digesti�n. No olvidemos que las oraciones son, para el bienestar del alma, lo que la secreci�n de los jugos g�stricos para una buena digesti�n.

Es por ello lamentable que se�oras amables y buenas cocineras consideren de mal tono recibir a sus invitados con palabras tales como: "Para esta noche tengo preparada una vichyssoise como para chupar la cuchara, luego unas crepas de huitlacoche que me quedaron cono nunca, y por �ltimo una langosta con mahonesa que aspira al premio Nobel; ya ver�n que no exagero". Es de sentirse que en aras de una humildad nada aut�ntica la se�ora de la casa favorezca la sorpresa de los invitados, corte las alas a sus esperanzas, y por a�adidura les depare una indigesti�n de padre y muy se�or nuestro.

Que la esperanza sea el elemento sine qua de la vida pru�balo que quienes la pierden suelen terminar en el suicidio. Mas si la esperanza es raz�n de vivir y agita los corazones, si acera las voluntades y tonifica los cerebros, es tambi�n el ingrediente fundamental para lo que se llama hacer un buen est�mago. "Estoy invitado a cenar en casa de la se�ora G., autora de una lasagna como para coronar la c�pula de Brunelleschi", digo a quien participo la gloria que se avecina. Llego puntual, y la se�ora G. se hace lenguas de la lasagna, que prepar� con el esmero que reclama mi historial de glot�n incorregible. En ese momento toma la palabra su marido, quien al cabo de un discurso de quince minutos sobre el viejo Barolo que ha seleccionado, termina por poner la botella en mis manos, para que la acaricie como si fueran los muslos de una corista. De momento est� en acci�n sobre todo la esperanza, pero el se�or G. es tan refinado que en mi presencia extrae el corcho de la botella, y lo aproxima a mi pituitaria. Escancia luego el vino en una jarra de cristal natural —la cristaler�a labrada y a colores es ideal cuando se sirven malos vinos—, y la aproxima a una l�mpara para que yo disfrute su color, en tanto que a mis fosas nasales llegan los primeros anuncios de la lasagna, que complemento aspirando, en la jarra, el delicioso perfume del Barolo. Cuando por fin llego a la mesa, es natural que lo haga con cristiano recogimiento, pensando de nuevo, con Erasmo, que hay m�s diferencia entre tales y tales hombres que entre tales hombres y tales bestias.

�Son tantos los enemigos agazapados junto a los caminos del placer! Si es verdad que todo lo bueno engorda o es pecado, no es menos cierto que muchos otros adversarios acechan, sobre todo la inflaci�n, que eleva hasta las nubes los precios de manjares y vinos de categor�a. Pero si nada podemos contra enemigos fuera de nuestro alcance, luchemos siquiera en los bastiones defendibles todav�a. Vivamos en estado de guerra con los torvos guardianes que cierran los caminos del yantar y del beber. Declaremos la guerra a la sorpresa en todas sus formas; guerra sin cuartel a los catarros, que nos vuelven eunucos en harenes que otros disfrutan; guerra a la prisa enajenante; guerra a las t�cnicas nutricionales, con su amor a las vitaminas y su conteo de calor�as; guerra a enemigos tan siniestros como la modestia —la se�ora de la casa que nos dice "hoy se van a quedar sin comer"—; guerra a se�ores y se�oras que se ba�an en lociones para ir a la mesa, y fuego eterno para los que encienden cigarrillos entre unas ostras en su concha y unas ancas de rana a la provenzal, crimen equiparable al de hacer g�rgaras de astringosol despu�s de cada bocado. Si la humanidad hubiera conservado los puestos conquistados al precio de tantas v�ctimas an�nimas, ca�das en la ilusi�n de una salsa, en la b�squeda de un jabal� o de una merluza; en el riesgoso buceo en pos de ostras, langostas, centollos, percebes y otros tesoros del mar, el mundo no estar�a, como hoy est�, lleno de descarriados.

Celosos defensores de la gloria de esos m�rtires, honremos la bandera que ellos enarbolaron sin temor a los feos ep�tetos que siervos de la templanza esgrimen como dardos envenenados (�otra met�fora insuperable!). S�, rindamos honores a la gastronom�a, seguros de que "as� como las org�as de Sardan�palo no engendraron aborrecimiento hacia las mujeres —escribi� Brillat-Savarin— as� tampoco podr�n los excesos de Vitelio hacer que volvamos las espaldas a ning�n fest�n soberanamente dispuesto".

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