Un poco sobre entremeses y algo m�s sobre divinas salsas

Por entremeses entiendo las delicadas minucias que los anfitriones refinados ofrecen a sus invitados como anticipo af�n a un buen almuerzo, anticipo porque se le destina a preparar el est�mago para la faena en ciernes, y af�n por la armon�a que ha de darse entre tales delicias y los manjares en puerta. Del entrem�s cabr� decir lo mismo que Brillat-Savarin dijo de la sopa, que es "el elemento sano, ligero y nutritivo que alegra el est�mago y lo prepara para recibir las dem�s cosas", o sea el resto del programa.

Al adoptar esa definici�n protesto, sobre todo, contra una costumbre muy difundida en M�xico si se trata de cenar con ocho o diez invitados, algunos de los cuales llegan dos horas tarde para hacer patente su extraordinaria personalidad. Es normal que nos presentemos en casa de los anfitriones puntualmente, con el est�mago dispuesto, sin sospechar la que se nos depara: en primer lugar esperar a que lleguen los invitados de personalidad extraordinaria, y en segundo la cantidad de agua t�nica con ginebra, o de soda con whisky que vamos a meternos en el cuerpo al canto de medio kilo de pepitas y cacahuates salados. Es absolutamente l�gico que con el torrente sangu�neo alcoholizado, y el est�mago lleno de cacahuates y pepitas de calabaza, nos sentemos a la mesa en estado deplorable. Si los anfitriones son gente de mi equipo, o sea v�ctimas del atentado, les sugiero llamar a comer sin preocuparse por los invitados de gran personalidad que llegan siempre tarde —la mala educaci�n es en estos casos requisito sine qua del arte culinario—, mas de no ser as�, si el sistema les agrada y por eso lo adoptan, les sugiero invitar de plano a un whisky party, con cacahuates y pepitas, ahorr�ndose de paso la cena y sus consecuencias.

Tajadas de salm�n ahumado o jam�n serrano; embutidos de tipo franc�s, espa�ol o italiano; almendras o aceitunas rellenas, son los cl�sicos entremeses sencillos y sabrosos en compa��a de cualquier fino u oloroso de Jerez, de un vermouth o amargo italiano, o bien de alg�n escoc�s ligero a condici�n de no agregarle agua, tan peligrosas para el organismo. Claro que hablo de aperitivos, no de esos incalificables atentados que se perpetran a ciencia y paciencia de los guardianes del orden p�blico, que debieran intervenir cuando alguien pide un "Par�s de noche" o una "Cuba libre" antes de sentarse a la mesa. Es una pena que se haya suprimido el Tribunal del Santo Oficio y el suplicio de la hoguera para castigar tales perversiones.

Mas no puedo teminar con este asunto sin dedicar unas l�neas al tequila —el llamado "aperitivo nacional"— que por supuesto no guarda la menor semejanza con los cl�sicos aperitivos que se conocen en el mundo. Si decimos a franceses, italianos o espa�oles qu� es el tequila —un aguardiente—, cualquiera de ellos responder� que deberemos tomarlo a fin de la comida, mas la sola idea de meterse en el cuerpo una dosis de Hornitos o Herradura al terminar con unos membrillos flameados al Marnier helar�a la sangre al m�s profesional de los mexicanos. Los europeos no lo saben pero nosotros s�: que por muy aguardiente que el tequila sea hemos de catalogarlo entre los aperitivos, aunque s�lo cuando en la mesa nos espere una comida adecuada y no, para comenzar, una vichyssoise o crema de huitlacoche. Los manjares mexicanos son por lo com�n de sabores fuertes —cauterizantes en ocasiones—, y en consecuencia se llevan bien con aperitivos como el tequila. Mientras no se pierda la armon�a entre el aperitivo y los elementos b�sicos de la cocina, los grandes maestros del arte culinario pueden yacer tranquilos en sus tumbas centenarias.

Pasemos ahora al tema m�s apasionante del arte gastron�mico, el de las salsas, que en el ritual de la buena mesa equivalen a las oraciones que los fieles elevan a la memoria de quienes no pararon en sacrificios con tal de hacerlos felices. Digamos, para principiar, que la salsa es a un guiso lo que el adjetivo es al idioma, o sea que sin ser lo fundamental matiza y presta una categor�a a lo principal. Filtro m�gico que a�ade excelencias a casi todo cuanto la naturaleza proporciona en su estado original, la salsa es tan eficaz que eleva la categor�a de lo bueno, corrige la insignificancia de lo mediocre y oculta la ordinariez de lo malo. Quienes no comen simplemente para desahogar la obligaci�n de nutrirse, saben que la salsa encierra los m�s hermosos misterios de la religi�n que profesan.

La significaci�n de las salsas es tan profunda para la vida humana como la cultura, pues �sta y aqu�lla son el resultado de una lucha milenaria en pos del refinamiento y la felicidad. Que todo se da en la naturaleza es verdad de Perogrullo; se dan las cebollas, las vacas, los corderos, y se dan tambi�n las mujeres. Mas si desde un punto de vista sustantivo la mujer es s�lo eso, mujer, ocasionalmente la adornan valores tales como belleza e inteligencia, cultura y simpat�a, atributos que elevan o ennoblecen su condici�n natural original. Para redondear mi argumento agregar� que del mismo modo que una mujer "adjetivada" no es s�lo mujer, sino adem�s bella y culta, una carne de vaca en salsa bordelesa ser� tambi�n algo m�s que una sustantiva y rudimentaria carne a la plancha. Claro que un mozo maletero se interesar� por la mujer en s� —y la tomar� como y donde pueda—, pero un hombre refinado sentir� no tanto la atracci�n de la mujer como la de sus atributos. El misterio de las afinidades entre seres de diverso sexo tiene mucho que ver con el m�gico mundo de las salsas.

No quiero decir con eso que una mujer carezca de atractivos como tal —tampoco le faltan encantos a un steak a la parrilla—, ya que si �se fuera el caso las mujeres feas, incultas y tontas permanecer�an c�libes de por vida. Sabemos por san Agust�n que la naturaleza es buena como naturaleza, y la mujer cabe en esa regla, pues en s� es tan buena como un New York cut de Omaha, un cochinillo de �vila, una langosta de Maine o unos camarones U-10 de aguas mexicanas, y adem�s opci�n forzosa para viajeros extraviados en el Polo o para marinos que bajan a tierra al cabo de seis meses de navegaci�n. Fundo mi argumento en una l�gica tan severa que puede aplicarse en cualquier parte del mundo, tanto que si usted se halla en Londres o en Toledo —no en el original sino en el de Ohio—, acertar� pidiendo su carne como sali� del rumiante, criterio aplicable tambi�n si se decide por una langosta de Maine, que reci�n sacrificada compite con las mejores del mundo. Por eso cuando estoy en sitios especializados en tales crust�ceos escojo en el acuario al que me apetece, pido al cocinero que la ponga a hervir en agua durante unos minutos, y que me la lleve a la mesa con un tarro de mantequilla l�quida. �Pero que no meta las manos en un asunto que s�lo se ventila entre la langosta y yo!

Si en cambio se encuentra usted no en Londres o en Toledo —Ohio— sino en Par�s, Barcelona o Madrid, ver� que las salsas no s�lo redimen los pecados de carnes o pescados que no valen gran cosa sino que elevan las excelencias de materias primas soberanamente calificadas. Un filete de vaca, bueno en s�, resultar� milagroso en compa��a de una buena salsa; un pollo preparado con crema al estrag�n, y una liebre en el delicado marco de una salsa al rioja bord�n. El filete —que no es la mejor carne de la res— alcanza la perfecci�n de sus posibilidades en una salsa de mi invenci�n —la Putifar—, a base de pat� foie gras, cebollas, tocino gordo y una taza de oporto, en tanto que los camarones se vuelven joyas en otra salsa de mi creaci�n que llamo ching�vskaia por haberla urdido en ese pueblo de los montes Urales. Preparo la ching�vskaia con la colaboraci�n de dos botellas de vino blanco seco, cebollas y tomates, perejil, crema, estrag�n y co�ac, am�n de las c�scaras de los camarones mismos, hervidas durante una hora con los dem�s ingredientes y sometidas a la acci�n de una prensa que las hace verter en la salsa todas sus posibilidades s�pidas. Claro que la salsa ching�vskaia exige tiempo y talento pero �qu� otra cosa es la cultura sino eso, tiempo y talento que se invierten en beneficio de la especie? En Pigmalion, Bernard Shaw mostr� lo que se puede lograr con la concurrencia de ambos elementos. Todo lo que el ingenio del hombre es capaz de hacer en beneficio de una mujer soez y primitiva es lo que un gran cocinero consigue con un pedazo de carne de vaca, algo de mantequilla, unos ajos y cebollas, ciertas hierbas de olor y medio litro de vino. La cultura no es m�s que la naturaleza dignificada por el genio del hombre.

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