Sobre las carnes y otros manjares al natural

Es posible que alquien suponga que vivo enemistado con todo cuanto se da en su estado natural, desde los huachinangos como salen del mar hasta las mujeres analfabetas, cargo que niego con absoluta convicci�n aunque s� admita que, en el caso de tomar las cosas como en la naturaleza se dan, yo —como cualquier hombre sensible— extremo las exigencias en punto a sus intr�nsecas excelencias.

Sobre esta base, estupendas pueden ser las carnes rojas a la parrilla, al horno o a la plancha, si bien creo que es la parrilla la que depara los mayores encantos. Claro que la preparaci�n de una carne a la parrilla reclama sobre todo el implemento sine qua —o sea la parrilla—, utensilio que por lo general no se encuentra en restaurantes especializados en parrilladas, pues lo que all� utilizan no es parrilla sino su caricatura —con quemadores de gas bajo los hierros—, sistema tan pr�ctico como pervertidor ya que la carne ha de someterse a la acci�n de las brasas, no del gas butano. Las brasas, por a�adidura, tendr�n que ser de encino y no de pino, cedro o caoba, y menos por supuesto de carb�n mineral, dado que s�lo las primeras comunican a la parrillada sus mayores encantos una vez que la grasa, al desprenderse, produce las flamas que acarician la carne sin cubrirla con una capa de holl�n. Sellada la superficie por la hemoglobina cristalizada, la carne conserva su jugo siempre y cuando, su cocci�n sea s�lo superficial. Si usted se descuida, y la carne se cuece, d�la al gato y sea m�s cauto en el siguiente ensayo. Y si el gato no la quiere —pues su fino paladar rechazar� la carne bien cocida—, seguramente el perro la comer� sin mayores reparos. No le cometo la ofensa de suponer que sea usted, quien gusta de la carne bien cocida, mas de ser �se el caso sugiero que la coma de asno o de caballo, pues en esas condiciones tendr� el mismo sabor que la de novillo Herford, y le resultar� m�s barata.

S�lo enfrentan el problema de un buen steak a la parrilla quienes lo acostumbran rojo o semi-rojo, pues en esas condiciones cuenta sobre todo la calidad de la materia prima, tanto que en restaurantes especializados en parrilladas es ordinario que se advierta en la minuta misma: "No somos responsables por la carne que se nos ordene bien cocida". Es natural que no deseen cargar con ajenas culpas, conscientes de que la evaporaci�n de los jugos por el fuego excesivo dejar� la carne como qued� Beirut despu�s de veinte meses de guerra.

De acudirse no a la parrilla sino al horno y a la plancha la situaci�n se volver� m�s delicada, pues sin las ventajas del contacto directo con el fuego la carne exigir� mayores cualidades. El roastbeef, por ejemplo, ser� estupendo o despreciable seg�n provenga de un novillo bien cultivado, con base en alimentos balanceados, o de una vaca vieja que s�lo comi� el pasto del llano. Porque aquello de "dime qu� comes y te dir� qui�n eres" se aplica no s�lo a los humanos; tambi�n a los animales.

Que la carne silvestre posea encantos s�lo al alcance de los iniciados explica que los europeos muestren marcada preferencia por piezas que, en Am�rica, se desprecian en t�rminos generales. La liebre, digamos, que pr�cticamente nadie come en M�xico —apenas si el conejo silvestre merece alguna consideraci�n—, es en Europa objeto de se�aladas preferencias, pues su carne oscura y de apariencia desagradable es sin embargo materia prima de platillos famosos. Cualquier gastr�nomo medianamente enterado habr� o�do hablar del civet de lievre, que en Francia pasa por excepcional, y nada digamos de los alemanes, que tienen verdadero culto por tales roedores. Si el conejo en salsa blanca les gusta, nunca lo cambiar�an por el Hasenbraten, asado de liebre que se prepara con crema agria, mantequilla y cebollas, y menos todav�a por una Hasenpfeffer, o sea liebre estofada a la pimienta, a base de un litro de vino tinto, pimienta, clavos, laurel y cebollas, todo ligado con la sangre misma del animal. La carne de venado figura tambi�n en las minutas de los mejores restaurantes —si en Alemania pide usted una raci�n de Rebr�cken no se sorprenda si le sirven un trozo de filete de ese mam�fero—, y as� tambi�n la de gansos, patos y otras piezas de pluma y pelo. En M�xico, en cambio, excepci�n hecha de los yucatecos, que cocinan sus venados con arte depurado, s�lo los cazadores comen las carnes silvestres, y no porque les gusten sino por exceso de amor propio deportivo.

Prueba de que los mexicanos y las carnes silvestres no se llevan es que por lo general relacionan el sabor de aqu�llas con el de carnes de corral, y con tanta imaginaci�n que el oso les sabe a cerdo, el venado a novillo, el conejo a pollo y la codorniz a pollo tambi�n, �Por qu� se empe�an en que el conejo sepa a pollo? Gran acertijo, a no ser que la semejanza del color de la carne les fuerce comparaciones imposibles. La liebre, sobre todo, merece tal desprecio entre mexicanos —en el Norte abundan, y hacia diciembre y enero suelen estar en �ptimas condiciones—, que incluso se le calumnia sin el menor recato. Gran asenso tiene all� la conseja de que la liebre come la carne descompuesta de animales muertos en el campo, y no satisfechos con deturpar en esa forma al inocente roedor, muchos aseguran que complementan su dieta con cad�veres humanos. Total, que las infelices liebres son animales malditos, personajes de historias terror�ficas y repugnantes. In�til que se les recuerde que la liebre no es onm�vora sino herb�vora; que si se le ve en los cementerios es porque all� encuentra hierba comestible, y que si suele estar junto a las carro�as es porque el animal muerto y descompuesto solt� humedad, y �sta produjo hierba a su vera en pleno verano, cuando el llano est� seco. In�til. �Y pensar que en un restaurante madrile�o cuesta una fortuna un trozo de liebre preparada al vino!

Si eso ocurre con la liebre, no alcanzo a suponer cu�l ser�a la reacci�n de mis paisanos ante una perdiz faisand�e, n�mero de fuerza de la m�s alta gastronom�a francesa, que se prepara cuando la carne del ave silvestre —la perdiz, la becada o el fais�n— principia a descomponerse. El procedimiento para definir tal momento es bastante primitivo, pues mediante un dogal en el pescuezo se cuelga el ave de una cuerda, hasta que por su propio peso se desprende el tronco de la cabeza. El desprendimiento indicar� que la descomposici�n ha comenzado, y que el animal estar� listo para pasar al reino de los cielos, que en ese caso ser�n las buenas artes del cocinero.

La carne silvestre reclama un paladar refinado, y hecho adem�s a las peculiaridades propias de la vida y alimentaci�n que tales animales llevan. Carne sin grasa, musculosa, normalmente dura, con un tufo que exige ventearla o macerarla anes de llevarla a la cocina, jam�s apreciar�n sus encantos quienes acostumbran abrir la nevera a la una de la tarde y echar en la sart�n el bist� que van a comer a la una y cuarto. La carne silvestre exige tratamiento previo y que se la aderece con salsas adecuadas, pues s�lo bajo la urgencia del hambre puede comerse un trozo de venado o un conejo a las brasas o a la plancha. Una buena salsa, y si se trata de caza de pelo un tinto fuerte y grueso del Valle del R�dano, de Catalu�a o de Navarra, comunicar�n a tales carnes los encantos que las han hecho famosas.

Todo sobre la base de que la carne silvestre sea eso, silvestre, y no la versi�n falsificada que suele hallarse, en los mercados, pues en sus especies dom�sticas aquellos animales, campestres a�os o siglos atr�s, se vuelven degenerados, fofos e ins�pidos como los llamados conejos "de Castilla" o los patos de corral. Algo por el estilo —aunque bastante menos acentuado— ocurre con los peces de criadero. En Arag�n y Navarra por ejemplo, tierra de grandes comedores de truchas, nadie cambia una esmirriada trucha del r�o por una bella, grande y gorda trucha de criadero.

De criadero s�lo pueden pasar los mariscos, pues el mar no deja de serlo por mediar alguna invenci�n humana y nunca producir� los efectos degeneradores de un estanque o de un corral. Criaderos hay en la gallega r�a de Arosa y en Ostende, y sin embargo, all� se conocen las mejores ostras del mundo, las que nadie se atrever�a a ba�ar con salsa catchup como los americanos lo hacen con su Blue Point, o los mexicanos con su coctel de ostiones, procedimiento absolutamente justificado por lo dem�s ya que una ostra de Arosa o de Ostende es una delicia marinera, y las nuestras parecen bichos de otra especie, o de la misma , pero falsificada.

Asegura Brillat-Savarin que mariscos y pescados contienen grandes cantidades de f�sforo e hidr�geno, elementos que figuran entre los m�s combustibles que puedan darse en la naturaleza, "de donde se deduce que la ictiofagia sea comida enardeciente". Pocos mexicanos habr�n le�do la Phisiologie du Go�t, pero ello no obstante el pueblo en general, aunque comparte la tesis del ilustre fisi�logo y gastr�nomo franc�s en punto a que la ictiofagia evoca grandes haza�as er�ticas, apenas si durante la Cuaresma consume pescados y mariscos, los primeros bastante m�s accesibles que las carnes rojas para bolsillos de recursos limitados. En cuanto a m�, gran icti�fago hasta hoy, he perdido sin embargo la vieja fe que en mi juventud deposit� en las virtudes de peces y mariscos, sobre todo porque estoy convencido de que los de hoy no son como los de antes.

Niego pues, por �ltima vez, cualquier rencor hacia la naturaleza en su estado pr�stino, como se da en buenas carnes a las brasas, langostas y chuletas de cordero a la parrilla, ostras en su concha o almejas al natural. De no ser as�, tendr�a que ser tambi�n enemigo de esas mujeres fenomenlales a quienes jam�s preguntamos si han le�do a Malraux o disfrutado la Novena Sinfon�a de Beethoven. Ni siquiera si han ido a la escuela o si las adorna el h�bito del ba�o.

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