Podría decirse que el mestizaje culinario nunca termina, pues al paso del tiempo
se adoptan algunas costumbres alimenticias oriundas de otros países. En el caso
de México hay una división: durante los 300 años del Virreinato, la mezcla principal
es entre lo indígena y lo español; de allí surge la "comida mexicana", salpicada
con sabores árabes que llegaron a la península ibérica y con sabores asiáticos
que siguieron la ruta de la Nao de China o el Galeón de Manila. A partir del
siglo XIX
, nuestro país recién nacido a la independencia
se abre a los visitantes e incluso inmigrantes extranjeros, quienes trajeron
influencias enriquecedoras de las cocinas de Italia y sobre todo de Francia;
hacia finales de esa centuria también se inicia la influencia estadounidense,
a través de la adopción de numerosos hábitos que siguen arribando durante todo
el siglo XX
, con mayor auge en las áreas urbanas al correr sus
actuales postrimerías. Desde luego, dos periodos destacan por su mayor incidencia:
la Intevención francesa, con el imperio de pacotilla de Maximiliano,
y el Porfiriato, con sus ínfulas afrancesadas. Los modelos a seguir provenían
de las principales naciones europeas.
El mestizaje de lo español con lo indio fue caminando de la ciudad de México hacia el norte, conforme avanzaban las fuerzas militares y los evangelizadores, proceso que duró los tres siglos de la Colonia.
En las regiones donde había civilizaciones indígenas desarrolladas, como los aztecas, los zapotecas o los mayas por ejemplo, el mestizaje fue más fructífero y rico que en las alejadas zonas del norte, donde predominaban naciones nómadas de indígenas cuya misma condición errante no era propicia para la mezcla fértil. Más bien se dedicaron a exterminarse bárbara y recíprocamente los españoles y los llamados de manera genérica chichimecas (que eran los mismos "pieles rojas" de los Estados Unidos); ya se sabe que la victoria finalmente fue para la pólvora invasora. Una línea divisoria que podría imaginarse hacia la latitud de Zacatecas, marcaría una frontera cultural de México, por cuanto a mestizaje se refiere. Y esto se puede apreciar no sólo en la gastronomía, sino en el arte colonial, en las artesanías y en otras manifestaciones.
No se trata de sostener la equívoca frase de José Vasconcelos, aquella de que "la civilización acaba donde empieza la carne asada", pero sí de observar que las más importantes cocinas de México (Puebla, Michoacán, Veracruz, Oaxaca y Yucatán, entre otras), se ubican en el centro, sur y sureste del país, y ello no es porque haya mexicanos de primera y de segunda (en términos geográficos y gastronómicos), sino porque el mestizaje culinario se dio entre hispanos y pueblos autóctonos sedentarios con gran desarrollo cultural.
Por otra parte, se acostumbra dividir a los países de acuerdo al cereal que consumen de manera principal: Europa y Norteamérica son el mundo del trigo, Asia es el mundo del arroz y Latinoamérica el mundo del maíz (excepto el extremo sur de Sudamérica). México, evidentemente, pertenece al ámbito del maíz, aunque el consumo de pan y de tortilla de trigo sea importante, sobre todo al norte y noroeste de la nación. Valgan las cifras: nuestro consumo humano nacional anual de maíz es de alrededor de 12 millones de toneladas, el trigo es de 4 millones y el de arroz es de menos de un millón de toneladas.
Lo anterior quiere decir que, en nuestro mestizaje gastronómico, el factor indígena es preponderante, al ser el maíz su principal aportación y continuar como base alimenticia del pueblo en general cinco siglos después del encuentro de los dos mundos.
Durante el Virreinato, el mestizaje culinario se va conformando en los diversos niveles de la escala social, desde los hogares modestos, fondas, mercados, tabernas y mesones, hasta las mesas de "la nobleza", pasando desde luego por los conventos de hombres (con frecuencia centros destacados para los excesos de la gula) y por los de monjas, que eran verdaderos laboratorios gastronómicos de guisos, dulces y rompopes. De tales recintos de sobria reclusión surgieron los grandes exponentes de nuestra alta cocina, como los chiles en nogada y el mole poblano.
La hospitalidad española en cuestión de alimentos que mucho traía de los árabes o moros se conjugó con la de los pueblos indios; aquélla abundante, ésta más frugal y austera. En todo caso, a los extranjeros sorprendían las mesas de los mexicanos, quienes comían hasta cuatro veces diarias: un desayuno relativamente ligero (chocolate y pan dulce), un almuerzo sustancioso, la comida abundante y una cena bien servida. El hábito de "hacer las once" consistía en tomar, además, otro chocolate a esa hora de la avanzada mañana. En ocasiones asimismo se disfrutaba a media tarde, como equivalencia del té inglés de las 5 p.m.
Por cierto que la acendrada afición mexicana por la bebida de chocolate tenía
sus claros orígenes en la época prehispánica; durante los tres siglos de la
Nueva España la costumbre no sólo continuó, sino que se acrecentó de manera
notable. A lo largo del siglo XIX
empezó a perder terreno frente
al café (grano de origen africano que llegó a México a finales del siglo XVIII
);
durante la presente centuria, sobre todo en la época posrevolucionaria, el llamado
"café americano" desbancó en definitiva al chocolate, en buena medida por la
influencia de los hábitos originados en Estados Unidos.
El trigo, desde el siglo XVI
, trajo gran variedad de panes, que
adoptaron increíble número de formas, sabores y colores en las diversas regiones
de México. Asimismo se arraigaron aquí los fideos, pasta de trigo que a España
llegó por el largo camino de China (su lugar de origen) e Italia, a donde los
llevó Marco Polo.
Guisos españoles tan difundidos como el puchero u "olla podrida", aquí sentaron sus reales, con la incorporación de verduras locales. El nombre poco apetitoso deriva de que se hacía ese caldo con los restos de lo que hubiera en la despensa, todo junto: carnes de cordero, de res, de gallina, de cerdo, embutidos y verduras diversas. Hoy se prepara tan rico platillo por lo general sólo con carne de res y los vegetales. Se debe comer en tres "tiempos": el caldo con cebolla picada, chile y limón; las verduras con aceite de oliva y asimismo limón, y la carne con alguna salsa, acompañada con tortillas.
Del Lejano Oriente asiático provinieron no sólo las especias, sino algunos frutos exóticos como el mango (en numerosas variedades) y el tamarindo, que aquí se desarrollaron como en su casa.
Con respecto a las bebidas alcohólicas, al pulque prehispánico se agregaron de importación el aguardiente de caña, la cerveza y los vinos de uva, aunque éstos en ocasiones eran del país, producidos aquí ilegalmente, contra las disposiciones monopólicas de España. Los licores destilados, como el mezcal y el tequila, se desarrollaron plenamente hasta el México independiente.
En las ciudades del Virreinato pululaban los vendedores ambulantes y muchos de ellos lo eran de comida. En sus pregones callejeros hacían mención de patos asados y chichicuilotes del lago de Texcoco, cabezas de borrego al horno, tamales y dulces, por citar algunos ejemplos.
En el siglo XIX, las viejas fondas dejaron paso a los restaurantes (que es un galicismo) y más tarde a los cafés. La Revolución francesa de fines del siglo XVIII había marcado rutas políticas a las colonias españolas en América, que las llevarían a su independencia. De igual manera se consideró "de avanzada" el modelo gastronómico de Francia y sus influencias se dejaron sentir. A mediados del siglo pasado ya proliferaban en las ciudades mexicanas neverías, dulcerías, "tívolis" y cafés cantantes de corte europeo no hispano. La franca explosión de los cafés se incrementó a partir de la Revolución.
En el presente final del siglo y de milenio le toca a México vivir una importante invasión cultural (si es que así se le pueda llamar) proveniente de Estados Unidos. En materia culinaria, a nuestros arraigados hábitos alimenticios seculares se agregan hoy, a nivel urbano y sobre todo entre las clases medias y altas, las hamburguesas y los hot dogs, las pizzas y otras muestras de fast food, o sea de comida rápida, cuyo mero nombre ya es una confesión: no se trata de dar gusto a los sentidos, sino de subsistir en medio de la velocidad citadina.
Por fortuna, la comida mexicana no se presta a tales aberraciones. Hasta nuestros más sencillos antojitos, que se pueden comer de pie en una esquina, están hechos para deleitar, no para deglutirse a la carrera.
En esta época de asechanzas y asedios foráneos que sufre nuestro país en lo político y en lo económico, debemos reforzar nuestra cultura, que es el modo colectivo de ser de un pueblo. En México el taco ha sido poderoso agente cultural, mucho más activo que la hamburgesa, por más que nuestro paladar, antes refrescado con frecuencia por aguas de chía u horchata, esté sufriendo ahora una cocacolonización.
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