Al abrir sus sesiones el Congreso, el 15 de abril de 1862, Ju�rez informaba a su pueblo:
Por azarosa que sea la lucha a que el pa�s es provocado, el gobierno sabe que las naciones tienen que luchar hasta salvarse o sucumbir cuando se intenta ponerlas fuera de la ley y arrancarles el derecho de existir por s� mismas y de regirse por voluntad propia.
A su resoluci�n de defender la soberan�a de la patria se uni� todo el pueblo. La intervenci�n tuvo as� la virtud de convertir el pensamiento liberal mexicano en una bandera en marcha, y la Constituci�n de 1857, contra la que levantaron los traidores las armas de un ej�rcito invasor, fue en las manos patricias de Benito Ju�rez un evangelio que camina.
Y Ju�rez cruz� el territorio nacional levantando multitudes a nombre de la libertad. Y �l, un h�roe sin armas, sobrevivi� a todos los calvarios de la justicia y a todas las crucifixiones de la paz, hasta asistir a la m�s humana, la m�s heroica resurrecci�n de la ley.
Castelar anticip� su victoria en el fulgor de una hermosa profec�a:
Miradlo perseguido, acosado, sin recursos, con las fuerzas de Francia en su contra; desafi�ndolo todo con frente erguida, iluminado por los resplandores de la conciencia, mientras que el remordimiento cubre de negras sombras las frentes de los vencedores. Estamos seguros de que, si el pr�ncipe Maximiliano va a M�xico, mil veces el recuerdo de Ju�rez turbar� sus sue�os y comprender� que mientras haya un hombre tan firme, no puede morir la democracia en Am�rica.
No se enga�� el genio de Castelar. Maximiliano, sirviendo a la codicia de Napole�n, cruz� el mar y empu�ando un falso cetro de emperador vino a nuestro suelo.
Al desembarcar en Veracruz, en 1864, tan fr�a fue la acogida de la gente que los ojos de la emperatriz se arrasaron de l�grimas.
�Qu� falsas sonaban las palabras de su primer manifiesto: "Mexicanos, vosotros me hab�is deseado"! Pronto supo la verdad, pero la ambici�n lo ten�a preso. Impaciente, deseoso de imponerse, sali� de la capital visitando las ciudades de la zona ocupada: Quer�taro, Guanajuato, Le�n, Morelia y Toluca. Lleg� a vestirse con el traje nacional de los charros y a la temeridad de pronunciar en Dolores Hidalgo un discurso, tratando de ensayar el imposible injerto de la rosa de la Francia imperial en el viril y prol�fico nopal de la insurgencia mexicana.
Entre tanto, el pueblo daba sangre y aliento a sus guerrillas. Siempre hab�a nuevos brazos para rescatar el arma ca�da de los muertos; y los ej�rcitos de Ju�rez brotaban en todos los campos del territorio nacional.
La figura de Ju�rez fue creciendo, fue creciendo. Se afirma que un d�a un ciego lo detuvo para asegurarle que sin verlo contemplaba el sol de sus virtudes, porque hay cosas tan claras, dec�a humildemente, que hasta los ciegos las ven.
En Hidalgo del Parral los campesinos quisieron sustituir los caballos del coche, y hubieran arrastrado los tiros a no ser porque Ju�rez les hizo la prohibici�n formal de aquel homenaje indigno de los hombres libres.
En Chihuahua lo oblig� el pueblo a visitar el sitio de la ejecuci�n de Hidalgo y a pronunciar un discurso frente al monumento del libertador. Pero las manifestaciones de admiraci�n no mor�an en nuestras fronteras: en Lima y en Santiago de Chile se organizaban manifestaciones de solidaridad para su causa; en Montevideo se acu�� una moneda con la efigie insigne de Zaragoza. El Congreso de Colombia lo declar� Benem�rito de las Am�ricas .
Al llegar a Ju�rez esta noticia, en el �ltimo extremo del pa�s, en la poblaci�n de Paso del Norte, que hoy lleva su nombre, escribi� a su familia estas letras humildes:
He le�do el decreto que me consagra el Congreso de Colombia. Yo agradezco este favor, pero no me enorgullece, porque reconozco que no lo merezco; realmente nada he hecho que merezca tanto encomio; he procurado cumplir con mi deber y nada m�s.
Y se fue acercando el d�a de la victoria. A medida que escaseaba el oro para comprar la fr�a voluntad de los indiferentes, crec�a el tesoro de la fe republicana, improvisando tropas y muliplicando fusiles y fervores.
Abandonado por Napole�n, cuyo Imperio se hallaba amenazado por las fuerzas de Prusia, Maximiliano sali� a dar el pecho a la batalla. Aquella expedici�n infortunada trajo consigo la ca�da de Quer�taro. Con ella la derrota de Maximiliano y sus m�s intr�pidos generales: M�rquez, Miram�n y Mej�a. El archiduque fue condenado, junto con sus lugartenientes, a un consejo de guerra.
En vano V�ctor Hugo, que hab�a alentado a las tropas de Ju�rez en los fieros combates de Puebla, con estas palabras deslumbradoras:
Mexicanos: Ten�is raz�n en creer que estoy con vosotros;
yo tambi�n lucho contra Napole�n III. �l representa a la Francia imperial
y yo pertenezco a la Francia libertadora. Si de algo os sirve mi nombre,
haced uso de �l.
�Mexicanos: Resistid y sed terribles! �Lanzad a la cabeza de ese hombre
el proyectil de la libertad!
Ahora ante la inminencia de la muerte de Maximiliano, V�ctor Hugo escrib�a con frase conmovida:
�Que este pr�ncipe, que no adivinaba que era hombre, sepa que hay en �l una miseria, el rey, y una majestad, el hombre! Jam�s se ha presentado a vosotros una ocasi�n tan magn�fica: Ju�rez, haced que la civilizaci�n d� un paso inmenso. Abolid sobre la faz de la tierra la pena suprema. �Que el mundo vea esa cosa prodigiosa! Que la naci�n, en el momento de aniquilar a su asesino vencido, reflexione que es hombre y le suelte y le diga: �T� eres el pueblo como los otros; vete! �sta ser�a, Ju�rez, vuestra segunda victoria. La primera, vencer a la usurpaci�n, es magn�fica. La segunda, perdonar al usurpador, es sublime.
Ju�rez, sin embargo, sab�a que la bala dirigida a Maximiliano era el mismo proyectil de la libertad que V�ctor Hugo ped�a para la cabeza de Napole�n III. Y contest� aquel reclamo al responder a la misma s�plica pronunciada en labios de una princesa arrodillada:
Aunque todos los reyes y todas las reinas del mundo estuvieran en vuestro lugar, no podr�a perdonarle la vida; no soy yo quien se la quita. son el pueblo y la ley los que piden su muerte; si yo no hiciese la voluntad del pueblo, entonces �ste le quitar�a la vida a �l y a�n tendr�a derecho para exigir la m�a.
Al regresar triunfante a la ciudad de M�xico, en su Manifiesto a la Naci�n, el 15 de julio de 1867, Ju�rez proclama su apotegma inmortal:
La vida le permiti� antes de morir expresar sus verdaderos sentimientos para Francia y ofrecer un gesto de ardiente fraternidad a su pueblo.
Cuando en 1870 vino el derrumbe de Francia a trav�s del desastre de la guerra franco-prusiana, despu�s de la entrega de Sed�n y Metz, en que para siempre se eclips� el Imperio de Napole�n III, aquel tirano de la augusta peque�ez, Ju�rez envi� en mensaje firmado en uni�n de otros mexicanos. En la carta que acompa�aba a su texto explicaba que aquel mensaje estaba
destinado por sus autores no s�lo a transmitir
al infortunado pueblo franc�s la expresi�n de nuestra admiraci�n y buenos
deseos, sino tambi�n, y sobre todo, a eliminar de su mente cualquier
duda acerca de los sentimientos fraternales que animan a todos los verdaderos
mexicanos hacia la noble naci�n a la que tanto debe la sagrada causa
de la libertad y a la que nunca hemos confundido con el infame gobierno
de Bonaparte.
Si yo tuviese ahora el honor de dirigir los destinos de Francia -afirmaba
Ju�rez-, no har�a nada diferente de lo que hice en nuestro amado pa�s
desde 1862 a1867, a fin de triunfar sobre el enemigo. No grandes cuerpos
de tropas que se mueven con lentitud, que es dif�cil alimentar en un
pa�s devastado, y que se desmoralizan f�cilmente despu�s de un descalabro,
sino cuerpos de 15, 20 o 30 000 hombres a lo m�s, ligados por columnas
volantes a fin de que puedan prestarse ayuda con rapidez, si fuere necesario;
hostigando al enemigo de d�a y de noche, exterminando a sus hombres,
aislando y destruyendo sus convoyes, no d�ndoles ni reposo, ni sue�o,
ni provisiones,ni municiones, desgast�ndose poco a poco, en todo el
pa�s ocupado; y finalmente, oblig�ndole a capitular, prisionero de sus
conquistas, o a salvar los destrozados restos de sus fuerzas mediante
una retirada r�pida.
Esa es toda la historia de la liberaci�n de M�xico. Y si el despreciable
Bazaine, digno sirviente de un emperador despreciable, quiere emplear
el ocio que su odiosa traici�n le ha procurado, �l es el m�s indicado
para ilustrar a sus compatriotas sobre la invencibilidad de las guerrillas
que luchan por la independencia de su pa�s.
Pero surge otra cuesti�n que para un pa�s centralizado como Francia
parece terrible. �Puede sostenerse Par�s hasta que un ej�rcito de socorro
levante el bloqueo? �Y qu� suceder� si Par�s cae por hambre o es tomado
por la fuerza?
Bueno. Admitamos por un momento que Par�s sufre la suerte de Sed�n y
Metz. �Qu� suceder� despu�s? �Acaso Par�s es Francia? Pol�ticamente,
s�, durante los �ltimos 80 a�os. Pero hoy, cuando las consideraciones
militares deben tener preferencia sobre las dem�s, �por qu� la ca�da
de Par�s ha de llevar consigo necesariamente la ca�da de Francia? E
inclusive si el rey de Prusia instala su corte en el Palacio de las
Tuller�as, que est� saturado a�n de la infecciosa enfermedad del bonapartismo,
�porqu� ha de desmoralizar esta fantasmagor�a a dos o tres millones
de ciudadanos armados para la defensa de su suelo, de un extremo del
pa�s a otro?
Maximiliano estuvo en el trono de M�xico durante cuatro a�os, pero eso
no le salv� de purgar su crimen en Quer�taro, en tanto que la soberan�a
nacional regresaba triunfante a la ciudad de Moctezuma.
Durante esos cuatro a�os, cuando el �nico poder leg�timo andaba errante
como fugitivo del R�o Grande al Sacramento, muchos patriotas probados,
muchos que hab�an templado en la lucha contra la adversidad, empezaron
a abrigar dudas sobre la eficacia de nuestros esfuerzos y a negar nuestra
futura liberaci�n.
En cuanto a m� -y �ste es mi �nico m�rito-, ayudado por algunos patriotas
indomables, mi fe no vacil� nunca. A veces, cuando me rodeaba la defecci�n
a consecuencia de aplastantes reveses, mi esp�ritu se sent�a profundamente
abatido. Pero inmediatamente reaccionaba, recordando aquel verso inmortal
del m�s grande de los poetas: "�Ninguno ha ca�do, si uno solo permanece
en pie!"
En esa misma carta anunciaba Ju�rez el env�o de 600 veteranos de la lucha por la Independencia, que deb�an incorporarse a las fuerzas del glorioso Garibaldi. Empero, ya no tuvo cumplimiento su rasgo generoso, pues Francia capitul� en Par�s.
Par�s proclam� la Comuna para salvar a la Rep�blica, pero la Comuna fue proscrita; y sus verdugos, para ahuyentar el peligro del socialismo en Europa, sacrificaron a m�s de 500 000 comuneros, entre m�rtires y deportados.
Esta revelaci�n de Benito Ju�rez, en la carta consignada en las vibrantes p�ginas de Roeder, da claro testimonio de dos cosas: el amor que sent�a a los principios de libertad, igualdad y fraternidad de la Revoluci�n francesa, que para �l significaban como han significado para todos los h�roes de la humanidad, la primera batalla por alcanzar la democracia, aspiraci�n suprema de la cultura pol�tica de los hombres y de los pueblos libres. Y se�alan su profunda fe en la provincia mexicana, en donde �l encontr� el aliento y la fuerza de los pueblos olvidados y las ciudades humildes, cuna de todo hero�smo y toda tradici�n, ya que como lo asegur� bellamente un joven orador de nuestro partido, en M�xico no ha sido la patria madre de la provincia, sino la provincia, madre humilde y eterna de la patria.