LA CAMPA�A DEL VALLE DE M�XICO

...sali� un d�a de ma�ana
Crist�bal de Olid, que era
maestre de campo, a correr
la tierra con ciertos espa�oles,
uno de los cuales erades vos.


La reina DO�A JUANA a
Gonzalo Hern�ndez (al con-
cederle escudo de armas).

Cort�s empez� a trazar el plan de su campa�a sobre el valle de M�xico, para apoderarse despu�s de la metr�poli azteca. Entre sus capitanes era Olid uno de los m�s adictos para llevar a feliz t�rmino la empresa heroica. Muerto Moctezuma, le hab�a sucedido Cuitl�huac, y a �ste —v�ctima de la viruela— el joven Cuauht�moc (el Guatemuz), quien se apresur� a reforzar su frontera, sobre todo la de Guacachula (Quauhuechollan) vecina de Tlaxcala, que no tard� en quejarse ante Cort�s por las provocaciones de los mexicanos. Cort�s ordenó a Olid que saliera a guerrear al frente de 300 soldados, entre ellos los mejores que hab�an figurado en la expedici�n de Narv�ez y los m�s briosos jinetes y ballesteros que ten�a a la mano. A poco de haber salido de la Segura de la Frontera (Tepeaca) Olid comenz� a recibir los m�s necios rumores con que los indios asustaban a los de Narv�ez: que en las casas y en los campos hab�a m�s guerreros mexicanos que en la batalla de Otumba y que con ellos se hallaba el Guatemuz; y como el �nico deseo que ten�an era el de retornar a Cuba, los amedrentados no quisieron seguir a Olid.

—Mire, se�or capit�n, que no sea peor esta guerra que las pasadas.

Olid escuchaba aquellas lamentaciones cobardes con la misma indiferencia con que ve�a al agua col�rsele m�s all� de la piel en la Noche Triste. No sent�a ni hambre ni fatiga, ni mucho menos miedo; pues hab�a estado en tantas escaramuzas, peligros y batallas, que pod�a dormir de pie, sin cambiarse la ropa, como si descansara entre edredones. Olid o�a sin inmutarse, a pesar de las advertencias que le hac�an los de Narv�ez, y a�nque trataban de convencerle de que lo que les hab�a contado no era m�s que una f�bula ingenua, y le daban a entender "que muchos de ellos no quer�an pasar adelante", �l les redarg��a que no hab�a por qu� regresar a Tepeaca, que eran muy buenos los caballeros y "que si volviesen un paso atr�s, que los indios los tendr�an en poco y que tierra llana era" (10, II: 119). Muchos de los leales a Cort�s apoyaron decididamente a Olid.

—�Y mire, se�or capit�n, que en otras entradas y guerras peligrosas nos hemos visto! �Gracias a Dios en todas hemos tenido victoria!

Despu�s de muchos argumentos y palabras in�tiles lograron convencerle de que deb�an regresar a Cholula para escribir desde all� a Cort�s, pero cu�ndo �ste lo supo, se disgust� sobremanera, dispuso enviar a Olid dos ballesteros m�s, "y le escribi� que se maravillaba de su gran esfuerzo y valent�a que por palabras de uno dejase ir a una cosa se�alada como aquella".Cuando Olid recibi� la carta "hac�a bramuras de enojo, y dijo que a los tal le aconsejaron que por su causa hab�a ca�do en falta; y luego, sin m�s determinaci�n les mand� que fuesen con �l y que el que no quisiese ir que se volviese al real por cobarde, que Cort�s le castigar�a; y como iba hecho un bravo le�n de enojo, avanz� hacia Guacachula, en donde los caciques del pueblo les dieron noticias de los mexicanos y c�mo habr�a de atacarlos y de c�mo recibir�a ayuda. Hizo avanzar los jinetes, los ballesteros y los infantes, y despu�s de una hora de pelea en la que pereceiron dos caballos, derrot� al enemigo" (10, II: 119). Los Tlaxcaltecas se portaron como correspond�a a su bravura y los mexicanos que pudieron escapar se replegaron a Iz�car y cortaron puente para impedir que Olid avanzara con su caballer�a. Pero Olid, que "andaba enojado hecho un tigre", march� sobre Iz�car, seguidos de todos los que le pudieron seguir y con la ayuda de los aliados de Guacachula, atraves� el r�o, atac� y venci�. 15[Nota15]Fue all� en donde recibi� dos heridas —una en el muslo— y perdi� dos caballos y le hirieron gravemente el suyo. Los cacique mexicanos y de otros pueblos se presentar�n a pedir la paz, rindiendo vasallaje a Carlos V; y dos d�as despu�s, ya Iz�car dominada, regres� con todas sus tropas a Segura de la Frontera, en d�nde Cort�s le recibi� haciendo gala de su satisfacci�n. Olid contest� alegremente los comentar�os de quienes celebraban su triunfo, si bien hac�an burlas graciosas de la jugada que le hicier�n los de Narv�ez, para que regresase a Cholula, 16[Nota16]y ri�ndose contestaba:

—M�s cuidado tienen algunos de sus minas y Cuba que no de las armas, y juro a Dios que en otra entrada llevar� a nuestros pobres soldados que a los ricos que vinieron con Narv�ez, que quieren mandar m�s.

Mientras muchos de los de Narv�ez ten�an toda suerte de facilidades de volverse a Cuba, continuaba Cort�s perfeccionando su plan de campa�a para se�orear el Valle de M�xico. los esp�as y los cargadores no se daban tregua, yendo y viniendo. Los hacheros y los carpinteros ya hab�an comenzado a trabajar los trece bergantines que servir�an de eficaces puntos de apoyo para el sitio de la capital. El ma�z y las calabazas (ayotl), los frijoles y los pavos (gallinas de la tierra) eran suficientes provisiones de boca. La campa�a iba a tener como cuartel general a Texcoco y el fin primordial de Cort�s, antes de atacar la metr�poli mexicana, era destruir a todas las poblaciones que pudieran sustentarla.

Al avanzar hacia Texcoco, dispus� Cort�s convocar a Olid y a todos los capitanes y el mayor n�mero de soldados para ordenarles que saliesen de unos patios que hab�a en la cuidad y que estuviesen alertas "poque no le parec�a que estab� aqu�lla ciudad pac�fica, hasta ver c�mo y de qu� manera estaba" (10, II: 147). Poco despu�s hizo que Olid y Alvarado, en compa�ía de algunos soldados y 20 escopeteros subiesen a un alto templo y desde la cima divisar�n el lago y la ciudad. La maniobra permiti� darse cuenta de que los habitantes de Texcoco, permaneciendo doce d�as, mientras avanzaba rumbo a Ixtapalapa, en compa�ia de Olid y de Alvarado (10, II: 150).

Como los Tlaxcaltecas ard�an en ganas de pelear con los mexicanos, Cort�s dispuso que Olid, como capit�n general, y Andr�s de Tapia, marchasen hacia Ixtapalapa acompa�ados de 13 jinetes, 6 escopeteros, 20 ballesteros y 200 soldados adem�s de veinte principales de Texcoco que eran parientes del cacique y enemigos del Guatemuz.

Ixtapalapa —ciudad lacustre— era c�lebre por sus terrazas y jardines, y estaba lista para defenderse, ya que el Guatemuz hab�a enviado en su socorro 8 000 combatientes. En la primera arremetida, se defendi� muy bien; pero la caballer�a, los escopeteros y los ballesteros, m�s los tlaxcaltecas enfurecidos, rompieron todos los obst�culos y entraron en ella. Aqu�l era el fruto de un ardid de los defensores. Olid era a la vez un tigre y un le�n. Los de Ixtapalapa fingieron huir en sus canoas, hacia los carrizales, y aprovechando la oscuridad de la noche, se llamaron a silencio, dejando que los atacantes se apoderaran de la tierra firme, y, de pronto, cuando �stos se cre�an victoriosos, sintieron que el agua se desbordaba. Era que hab�a abierto las acequias y provocado la innundaci�n. En medio de aquella escena espantosa, los aliados daban voces de salvamento. Olid se vi� en tan peor apuro que durante la Noche Triste, porque bien pudo ahogarse; y casi agobiado por el fr�o, el hambre y las ropas ensopadas, regres� con gente a Texcoco, mientras que los defensores de Ixtapalapa se burlaban de ellos con silbidos y gritos desaforados desde las terrazas y las canoas (10, II: 152).

Dos d�as despu�s se presentaron en Texcoco los emisarios de Otumba y de Mexquique; y estaba Cort�s dando las gracias a los del segundo, cuando tuvo noticias de que cuatro pueblos, uno de ellos Huejotla (Guaxuntlan), urg�a que le dieran socorro contra una avalancha de guerreros mexicanos. Cort�s encabez� 20 jinetes, 13 ballesteros, 10 escopeteros y 200 soldados, haciéndose acompa�ar de Olid y de Alvarado, que eran los dos capitanes que m�s hab�an ganado su confianza; pero despu�s de una escaramuza, los agresores huyeron en sus canoas.

Como el camino de Veracruz no estaba bien seguro, Cort�s decidi� que Olid lo resguardara y para ello envi� a Juan Rodr�guez de Villafuerte, Juan Sede�o y Alonso de Mata con 200 soldados, 10 caballos y muchos indios. En aquella expedici�n pudieron constatar que �stos estaban alzados, y tales hambres pedecieron que "ni a�n perros hayaron que comer", y tuvieron que pelear durante la campa�a de treinta d�as, al fin de los cu�les regresaron a Tepeaca, incorpor�ndose a Cort�s (32, I: 519).

En el ataque de Xaltocan, tambi�n Olid y Alvarado acompa�aron a Cort�s, y as� que Mart�n L�pez y sus carpinteros hecharon al agua los trece bergantines, en la ceremonia en que los bendijo el padre Olmedo, se quedaron Cort�s, Alvarado y Olid en Texcoco, cuid�ndolos. El renombre de �ste, por su intrepidez, su calidad humana, sonaba a lo largo de c�rculo de pueblos vencidos que se iban cerrando en torno a Tenochtitlan. Todos los capitanes y soldados estaban de acuerdo en que —adem�s de Cort�s— los primeros en soportar todas las vicisitudes de la guerra de batirse en la primera fila eran Olid, Alvarado y Sandoval. 17[Nota17]

Jinete a toda prueba, con alegr�a blindada de hierro, burlador de peligros, silencioso entre las privaciones m�s duras, nunca Olid conoci� el desmayo y peleaba de una sola pieza, bajo el sol o bajo la luna. Su temeridad ten�a contados �mulos; y era de verle empinarse sobre el caballo, al desafiar la ira de las flechas y las obsidianas agudas, sin que el cansancio le abatiera.

Olid acudi� a la defensa del Chalco; estuvo a punto de sucumbir con Andr�s de Tapia, al quebrarse un puente en los aleda�os de Cuernavaca; y en uno de los combates m�s cruentos, para adue�arse de Xochimilco, se le vi� con la cara llena de sangre y herido el caballo, y en m�s de una noche de ronda —�ah, de la vela!— estaba al lado de Cort�s, jugandose la vida como en juego de naipes. De repente apareci� bati�dose camino de Tacuba.

Fue en Texcoco en donde Cort�s dio noticia a Olid y a los otros capitanes sobre la conspiraci�n de Antonio Villafa�a, quien pretend�a matarle, y en el proceso Olid fue uno de los jueces que condenaron a la horca al conspirador. Eran los d�as morados de la Pascua, y ya no cesaba, ni de noche ni de d�a, el ronco alarido —horadador del sue�o— del carcol de guerra.

Decidi� Cort�s a poner cerco a Tenochtitlan, el martes santo (32, I: 540) dividi� el ej�rcito en tres capitan�as, d�ndoles a Alvarado por jefe. Una era la de Gonzalo de Sandoval y la tercera la de Olid, quien tendr�a bajo su mando 33 jinetes, 160 peones de espada y rodela y 18 escopeteros y ballesteros, m�s 20,000 18[Nota18]aliados (1, p. 329), poniendo a sus �rdenes a los capitanes Andr�s de Tapia, Francisco Verdugo y Francisco de Lugo, "y le mand� que fuese a sentar su real en la ciudad de Coyoac�n" (10, II: 228).

Mientras que Alvarado se acuartel� en Tacuba, Olid se marchó para Coyoac�n encontr�ndola despoblada, aposent�ndose en las casas del cacique; y al siguiente d�a fueron a hechar una vista a la calzada que conduc�a a Tenochtitlan, "con hasta de veinte de a caballo y algunos ballesteros y con 6 000 o 7 000 indios (tlaxcaltecas), y hallaron muy apercibidos los contrarios, y rota la calzada y hechas muchas albarradas, y pelearon con ellos, y los ballesteros hirieron y mataron algunos; y esto continuaron seis o siete d�as, que en cada uno de ellos hubo muchos reencuentros y escaramuzas" (1, p. 331).

El 13 de mayo de 1521, Olid y Alvarado se dirigieron por el mismo de camino, al frente de sus tropas, rumbo al pueblo de Acolman, cerca de Texcoco. Parece que Olid se adelant� a tomar posada y en las azoteas de las casas que hab�a escogido para los suyos para poner ramas verdes en se�al de posesi�n, de modo que cuando lleg� Alvarado, no pudiendo reprimir su disgusto, echaron mano de las armas contra los de Olid; y ambos capitanes se desafiaron, sin que la sangre llegara al r�o, porque no faltaron mediadores que sosegaran los �nimos. Al saberlo, Cort�s envi� urgentemente a Fray Pedro de Melgarejo —el fraile que hab�a llegado pocos d�as antes vendiendo las bulas de la Santa Cruzada— y al capit�n Luis Mar�n. Escribi� a los dos capitanes reprendi�ndoles por el altercado y al llegar los dos pacificadores no fue dif�cil de conciliar a los disidentes; "m�s desde all� adelante no se llevaron bien Alvarado y Olid" (10, II: 231). Al d�a siguiente pernoctaron en Cuautitl�n y siguieron hasta Tenayuca, Azcapotzalco y Tacuba, en donde dijo la misa el padre Juan D�az, y poco despu�s ambos capitanes acordaron cortar el acueducto de Chapultepec, entre la lluvia de piedra y flecha de los indios. El asedio de Tenochtitl�n hab�a comenzado. Olid se march� hacia Coyoac�n, a pesar de los ruegos de Alvarado, quien se opon�a a que se separasen, y echaba a �ste la culpa de haber entrado en Tacuba "desconsideradamente".

Un d�a apareci� Cort�s en el real de Olid y le dej� seis de los bergantines. No hab�a tiempo para quitarse las armaduras ni mucho menos para dormir. Cort�s decidi� emprender el asalto de la ciudad irreductible una vez que pudo rodearla de pueblos vencidos y tener numerosos puntos de apoyo en el agua. Para ello comenz� por atacar, en uni�n de Olid y de Alvarado, hacia el acueducto de Chapultepec. As� que hubo logrado su prop�sito, Olid regres� a su cuartel en Coyoac�n; pero al d�a siguiente sali� con veinte jinetes, algunos ballesteros y 7 000 tlaxcaltecas, a visitar la calzada que iba de Ixtapalapa a Tenochtitl�n; y encontr� que los indios estaban alertas, la calzada rota, muchas trincheras erigidas; hubo que pelear durante siete d�as; "y una noche llegaron a gritar ciertos mexicanos, sobre las centinelas de los castellanos; tocaron alarma; salieron a ellos, y ni hallaron a nadie; pero est�vose con gran cuidado" (32, I: 541).Tenochtitl�n ten�a que sucumbir, a pesar de su resistencia aombrosa, en medio de los combates en que se agudizaban los alaridos de quienes hab�an capturado alg�n espa�ol para desollarle vivo en el ara del dios can�bal. El poeta ha evocado una escena de aquellos d�as de estr�pito y de sangre.

CORT�S : �No hay ninguna novedad?
OLID: La gente muy cansada, y muchos sordos de tanto estruendo; pero seg�n barrunto, el sitio ha concluido y le doy la enhorabuena a vuesa merced. �Como est� vuesa merced de la pierna?
CORT�S: Aliviado. La herida fue poca cosa. (28, p. 41)

CORT�S: A prop�sito del Huichilobos, en uno de nuestros asaltos a la ciudad le arranqu� esta m�scara.
ALVARADO: De oro macizo.
OLID: Sus ojos son dos esmeraldas. (28, p. 43).

Cuauht�moc se multiplicaba y con gran �nimo segu�a defendiendo la ciudad. En cierta ocasi�n estaba muy atareado, armando canoas, introduciendo bastimientos, alzando puentes, cuando fue atacado por Olid en su cuartel. Los mexicanos se enfurecier�n y les amenazaron con que su sangre servir�a para aplacar a sus dioses y les errojaban pirernas y brazos de los espa�oles que hab�an subido a la piedra de los sacrificios.

Otro d�a, hall�ndose Olid en Coyoac�n, con la lanza en ristre hasta en la duermevela y el ojo puesto en el "lo que pasaba en la laguna", dispuso recorrer la calzada, "llevando por agua casi en conserva los bergantines", y cuando se hallaban en las primeras trincheras del fuerte de X�lotl mand� disparar cuatro veces una pieza grande de artiller�a, los indios se apoderaron de ella, y alentados por su haza�a aparecieron muchas canoas que, no pudiendo resistir el empuje de los bergantines, huyeron a todo escape, dejando muchos muertos y ahogados. En seguida avanz� Olid hacia Huitzallan, en donde el enemigo se hab�a atricherado mejor, pero con la ayuda de los tlaxcaltecas fue tambi�n derrotado.

Cort�s ofreci� la paz a Cuauht�moc; y �ste amenazaba con dar muerte a qui�n le hablara de rendici�n. Por orden suya las cabezas de los espa�oles sacrificados eran paseadas, entre gran vocer�o, a la vista de los sitiadores. Y como gritaban los mexicanos que aquellas eran las cabezas de Alvarado y Sandoval, Cort�s tuvo —sacudido de emoci�n— que dejar a Olid el mando y dispuso que Tapia fuese a Tacuba para conocer la verdad. Peleaban hasta los mancos y los cojos; y eran muchos los defensores de la ciudad que "estimaban a Olid en mucho como a un hombre muy valiente, y como le llamaron una vez por su nombre, le preguntar�n que si deseaba comer, a lo cual respondi� que s�. Uno de los mexicanos apareci� de pronto con tortillas y cerezas. 19[Nota19]dando a entender que no les faltaba comida" (32, I: 560).

No hab�a tregua ni miedo. Cuando nadie lo esperaba, en una de las refriegas m�s de cien guerreros indios, Cortés se vio rodeado por más de cien guerreros indios y pudo escapar de ellos gracias a que Olid y Mart�n de Gamboa atacaron com �mpetu y le rescataron (32, I: 561).

El 28 de junio, Cort�s orden� el asalto general. Se peleaba d�a y noche. Por todos lados cad�veres en putrefacci�n, casas humeantes, hedores de la peste, hombres y mujeres fam�licos que apenas pod�an llevar las armas y rehusaban rendirse. De pronto se escuch�:

—Os tenemos por hijos del Sol y el Sol en tanta brevedad como es un d�a y una noche da vuelta a todo el mundo. �Por qu� as� brevemente no acab�is de matarnos, quit�ndonos de penar tanto, pues que tenemos deseos de morir?

En el cielo de An�huac brill� sombr�amente la luz del 13 de agosto de 1521. Tenochtitl�n se dobleg� al fin, ante el poder�o de los "dioses" de ojos azules y barba dorada. Olid presenciaba aquel cuadro l�vido, mientras en el agua —seg�n L�pez Velarde— se echaban "los �dolos a nado".

No se hab�an apagado los ayes de los moribundos de la �ltima batalla, no se hab�a oreado la sangre humana en los festines de Huitzilopochtli; y a�n vibraban los corazones de los vencedores dando "muchas gracias a Dios nuestro se�or y a su bendita Madre Nuestra Se�ora", cuando resolvi� Cort�s que la victoria fuese celebrada con "un banquete en Coyoac�n por alegr�a de haberla ganado" (10, II: 302). En aquel banquete estuvieron, como era natural, Olid y todos los capitanes y soldados. Hab�a algunos puercos para aderezarlos y buen vino reci�n llegado para enardecerse... "y cuando fuimos al banquete no hab�a asientos ni mesas puestas para la tercia parte de los soldados y capitanes que fuimos, y hubo mucho desconcierto, y valiera m�s que no se hiciera aquel banquete por muchas cosas no muy buenas que en �l acaecieron" (10, II: 302)... "y tambi�n esta planta de No� hizo a algunos hacer desatinos, y hombres hubo en �l que anduvieron sobre las mesas despu�s de haber comodo que no acertaban a salir al patio; otros dec�an que hab�a de comprar caballos con sillas de oro... Pues ya que hab�an alzado las mesas salieron a danzar las damas que hab�a con los galanes cargados con sus armas de algod�n, que me parece que era cosa que si se mira en ello es cosa de reir" (10, II: 302). Para enardecer los colores de la escena, uno de los cronistas de la ciudad de M�xico a�ade: "Con largas tablas se improvisaron mesas llen�ndose con ellas todo el blanco aposento; los asientos, que fueron numerosos, se labraron con basta tosquedad y apenas se pudieron hacer cuatro rudos sillones que ocuparon Cort�s, Pedro de Alvarado, Crist�bal de Olid y Gonzalo de Sandoval. La vajilla, roja y olorosa, era de barro de f�bricas de Cuautitl�n". 20[Nota20]El padre Olmedo se escandaliz� al conocer aquella noticia.

Mientras Cort�s dirig�a la construcci�n de la nueva capital, se apresur� a poner a considerable distancia a muchos de los capitanes. Tenía que evitar que en la ociosidad fermentara el desorden o surgiese la menuda ambici�n. Le sobraban pretextos para alejar a los que pudieran convertirse en lavantiscos o en una r�mora para modificar su empresa: hab�a que explorar tierras, buscar minas y rutas, y hallar nuevo �mbito para las haza�as. Hacia las costas del Golfo sali� Gonzalo de Sandoval; en busca de la mar del sur, Juan �lvares Chico; hac�a Oaxaca, Francisco de Orozco; Diego de Tapia descubri� las minas de San Luis Potos� y el mismo Cort�s fue hacia el P�nuco.

El oro y la plata no aparecieron con s�lo desearlos; y fue tan precario el bot�n, al d�a siguiente de la toma de Tenochtitl�n, que "el fraile de la Merced y Pedro de Alvarado y Crist�bal de Olid y otros capitanes dijeron a Cort�s que pues hab�a poco oro, que lo que cab�a de parte a todos que se los diesen y repartiesen a los que quedaron cojos, mancos y ciegos, y tuertos y sordos...; y esto que le dijeron a Cort�s fue sobre cosa pensada creyendo que nos diera m�s que las partes, porque hab�a muchas sospechas de que lo ten�a escondido todo (el oro) y que (mand� a) Guatemuz que dijese (que) no ten�a nunguno. Y lo que Cort�s respondi� fue que ver�a ver a c�mo saldr�amos y que a todo pondr�a remedio" (10, II: 310). Chismes y pasquines hac�an rondas en torno de Cort�s. Aquellos que con Olid hab�an allegado recursos para la expedici�n a M�xico ten�an que resascirse en la primera oportunidad y de momento fing�an estar conformes. 21[Nota21]Cort�s envi� a Olid hacia Michoac�n. 22[Nota22]

Por aquellos d�as Olid acababa de contraer matrimonio con la "moza y hermosa" portugesa do�a Felipa de Arauz o Sarauz, 23[Nota23] reci�n llegada de Espa�a(10, II: 314). El sur segu�a haciendo espl�ndidas se�ales; la mar del Sur, el oro del Sur, y aquel rey, 24[Nota24]que usaba "huaraches" forrados de oro macizo y llevaba "su arco en la mano, engastadas en �l muchas esmeraldas, y en las espaldas una aljaba de oro cuajada de pedrer�a que con los rayos del sol el arco y aljaba relumbraban mucho"(10, II: 12).

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