La Carta de Jamaica* 1[Nota 1]

Kingston, Jamaica, 6 de septiembre de 1815

Tengo ahora el honor de contestar su carta del 29 del mes pasado, que me fue remitida por el se�or Maccomb, y que recib� con la mayor satisifacci�n.

Sensible al inter�s que ha querido tomar en el destino de mi patria, agradezco profundamente la preocupaci�n que usted expresa ante las desgracias con que ha sido oprimida por sus destructores los espa�oles, desde su descubrimientos hasta el presente. No soy menos sensible al af�n de sol�citas preguntas, relativas a los acontecimientos m�s importantes que pueden ocurrir en la historia de una naci�n, aunque me encuentro en un estado de perplejidad, en un conflicto entre mi deseo de merecer la buena opini�n con la que me favorece y la aprensi�n de que puedo fracasar en mi empe�o, tanto por la falta de documentos y libros necesarios, como por los limitados conocimientos que poseo de un pa�s tan inmenso, variado y desconocido como la Am�rica.

En mi opini�n es imposible responder a todas las preguntas que me ha dirigido. El mismo bar�n de Hulmbolt, con su universalidad de conocimientos te�ricos y pr�cticos, apenas lo har�a con exactitud; porque si bien una parte de los datos estad�sticos y algunos sucesos de la revoluci�n son conocidos, puedo firmemente declarar que los acontecimientos m�s importantes han quedado oscurecidos, como rodeados de tinieblas, y sobre ellos, en consecuencia, s�lo se pueden ofrecer las conjeturas m�s inciertas e imperfectas.

Ocioso parecer�a tambi�n determinar el destino y los verdaderos prop�sitos de los americanos, porque las caracter�sticas geogr�ficas de su naci�n, las vicisitudes de la guerra y las directivas de la pol�tica, tanto la propia como la europea, duplican las probables combinaciones que nos depara la historia de las naciones.

Como me concept�o obligado a prestar toda mi atenci�n a su muy apreciable carta, debido a sus distinguidas y filantr�picas miras, me animo a dirigirle estas l�neas, en las cuales, si bien no hallar� ilustraci�n alguna para esa luminosa averiguaci�n en que desea iniciarse, al menos recibir� mis m�s sinceros pensamientos y vehementes anhelos.

"Tres siglos han transcurrido —dice usted— desde que empezaron las barbaridades que los espa�oles cometieron contra los naturales de la Am�rica"; barbaridades que la edad presente se ha rehusado a creer, consider�ndolas fabulosas, pues parecen traspasar los l�mites de la depravaci�n humana, y jam�s hubieran sido cre�das por modernos cr�ticos si repetidos y constantes documentos no confirmaran estas infaustas verdades. El filantr�pico obispo de Chiapa, el ap�stol de las Indias, Las Casas, ha dejado a la posteridad una breve narraci�n de ellas, extractada de las sumarias instruidas en Sevilla contra los conquistadores y atestiguadas por cuanta persona de consideraci�n y respeto hab�a entonces en Am�rica, y aun por los secretos procesos que los propios tiranos se hicieron entre s�, tal como afirman los m�s c�lebres historiadores de aquel tiempo. En una palabra, todas las personas imparciales han reconocido el celo, verdad y virtud que despleg� ese amigo de la humanidad, quien con el mayor arrojo e intrepidez, ante sus contempor�neos, conden� esos horribles cr�menes, cometidos bajo la influencia de un sanguinario frenes�. Nada le dir� de los escritores ingleses, franceses, italianos y alemanes que han tratado de la Am�rica, pues sin duda est� usted suficientemente familiarizado con ellos.

Con cu�nta gratitud recorro ese p�rrafo de su carta donde me manifiesta " la esperanza de que el mismo �xito que entonces sigui� a las armas espa�olas, acompa�ara, ahora las de sus contrarios, los oprimidos hijos de la Am�rica del Sur". Yo recibo esta meritoria expectativa como una presagio favorable. Es la justicia la que decide los conflictos humanos, y el �xito coronar� nuestros esfuerzos2 [Nota 2]No lo dude usted: el destino de Am�rica est� fijado irrevocablemente. La opini�n que antes articulaba las diversas porciones de aquella inmensa monarqu�a era su �nica fuerza. Lo que antes las un�a, ahora las divide. M�s vasto es nuestro odio a la Pen�sula que el oc�ano que la separa de nosotros, y menos dif�cil es juntar los dos continentes que conciliar a las dos naciones.

Los h�bitos de obediencia a las autoridades constituidas, un comercio de intereses y de luces, una comunidad de religi�n, una benevolencia rec�proca, una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros antepasados; en fin, todas nuestras esperanzas, todos nuestros anhelos se centraban en Espa�a. De todo esto emanaba un principio de fidelidad que parec�a eterno, aunque la mala conducta de nuestros administradores relajaba este sentimiento de lealtad a los principios de gobierno, y los transformaba en una forzada adhesi�n que imperiosamente nos dominaba. Ahora es a la inversa, pues esta monstruosa y desnaturalizada madrastra nos amenaza con la muerte y el deshonor, y nos corresponde con todo cuanto es agravioso y humillante. Pero el velo por fin se ha rasgado: aun cuando la Espa�a quiso manternos en la oscuridad ya hemos visto la luz. Hemos roto nuestras cadenas; ya somos libres y nuestros enemigos pretenden que volvamos a la esclavitud. Ahora combatimos por nuestra libertad con despecho, y rara vez ocurre que una lucha desesperada no arrastre tras de s� la victoria.

Porque nuestros �xitos han sido parciales y alternados, �hemos acaso de desconfiar de nuestra fortuna? En algunas partes nuestros libertadores triunfan, mientras en otras los tiranos conservan sus ventajas. Pero el resultado, �cu�l es? El conflicto, �no sigue en la balanza? �no vemos a todo este Nuevo Mundo en movimiento, armado para defendernos? Echemos una ojeada a nuestro alrededor y veremos c�mo una lucha simult�nea cubre toda la superficie de este inmenso hemisferio.

La belicosa disposici�n de las provincias del R�o de la Plata ha purgado ese territorio, y sus armas victoriosas penetran al Per�, conmueven a Arequipa y siembran la alarma entre los realistas de Lima. Casi un mill�n de habitantes goza de su libertad en esa regi�n.

Sin duda el m�s sumiso, con su mill�n y medio de habitantes, es el Virreinato del Per�; en favor de la causa real se le han arrancado los mayores sacrificios. A pesar de que son varias las resoluciones concernientes a esa hermosa porci�n de la Am�rica, se sabe que dista mucho de estar tranquila, y que no ser� capaz de detener ese irresisitible torrente que amaga a las m�s de sus provivincias.

La Nueva Granada, que puede considerase el coraz�n de Sudam�rica, obedece a su propio gobierno general, exceptuando el reino de Quito, cuya poblaci�n contienen sus enemigos con dificultad, pues tiene una marcada preferencia por la causa de su patria, y las provincias de Panam� y de Santa Marta, que soportan, no sin descontento, la tiran�a de sus amos. A trav�s de todo este territorio est�n esparcidos dos millones y medio de habitantes que lo defienden contra el ej�rcito espa�ol mandado por el general Morillo, quien probablemente ser� aniquilado frente a la inexpugnable plaza de Cartagena. Pero de someterla, ser� a costa de tan inmensas p�rdidas, que hallar� el reto de su fuerza insuficiente para sojuzgar a los virtuosos y valientes habitantes del interior.

Los desastres de la heroica pero desdichada Venezuela han sido tan numerosos y han ocurrido con tan vertiginosa rapidez que, a pesar de haber sido el orgullo de Am�rica, est� ahora casi reducida a una absoluta miseria y a una l�brega soledad. Sus tiranos gobiernan un desierto, y s�lo pueden oprimir a los contados individuos que, habiendo burlado la muerte, arrastran una precaria existencia; unas pocas mujeres, algunos ni�os y ancianos, es todo cuanto queda. Por evitar la esclavitud, la inmensa mayor�a de sus varones ha perecido, los supervivientes combaten con furor en los Llanos y en las ciudades del interior, decididos a morir o precipitar al mar a sus implacables enemigos, cuyos sangrientos cr�menes los hacen dignos rivales de los primeros monstruos que exterminaron la primitiva raza de Am�rica. A Venezuela se le atribu�a casi un mill�n de habitantes, y con toda verdad puede afirmarse que una cuarta parte ha sido sacrificada por los terremotos, por la guerra, el hambre, la peste y las migraciones; estas causas, con excepeci�n de la primera, son todas efectos de la guerra.

Seg�n el bar�n de Humboldt, en 1 808 hab�a en la Nueva Espa�a, con inclusi�n de Guatemala, 7 800 000 almas. Desde aquella �poca, sin embargo, las insurrecciones que han agitado a casi todas sus provincias han disminuido sensiblemente ese c�mputo que se considera exacto, pues como puede usted comprobarlo en la exposici�n del se�or Walton, cuya obra describe con fidelidad los sangrientos cr�menes cometidos en aquel opulento imperio, m�s de un mill�n de hombres ha perecido. A fuerza de sacrificios, humanos y de toda especie, la tremenda lucha se mantiene; los espa�oles a nadie perdonan con tal de subyugar a aquellos cuya desgracia es la haber nacido en ese suelo, al que condenan a ser inundado con la samgre de sus propios hijos. Pero a pesar de todo, M�xico ser� libre, porque sus hijos, determinados a vengar la suerte de sus padres o seguirlos a la tumba, han abrazado la causa patria; y con Raynal dicen que al fin lleg� el tiempo de pagar a los espa�oles suplicios con suplicios, y de ahogar a esa raza de exterminadores en su sangre o en el mar.3[Nota 3]

Muy poca dificultad tienen los espa�oles en conservar las islas de Cuba y Puerto Rico, cuya poblaci�n que en conjunto llega a 700 000 u 800 000 almas, no est� en contacto inmediato con los independientes. Pero �acaso no son americanos?, �no son vejados?, �es que no desean su emancipaci�n?

Este panorama abarca una escena militar de dos mil leguas de longuitud, y en su mayor anchos, de 900 leguas de extensi�n, en la cual, defendiendo sus derechos o dobleg�ndose bajo la opresi�n de la naci�n espa�ola, se encuentran diecis�is millones de americanos. Si Espa�a antes pose�a el m�s vasto imperio del universo, ahora es impotente para dominar el Nuevo Mundo, e incluso incapaz de mantenerse en el Antiguo. Y Europa, esa regi�n del mundo tan civilizada, comerciante y amiga de la libertad, �permitir� acaso que una vieja serpiente, con el prop�sito de satisfacer su depravado y perverso apetito, arruine y destruya la m�s bella porci�n del globo? �Qu�! �Est� Europa sorda al llamado de su propio inter�s? �Est� ciega, que no puede discernir la justicia? �Se ha vuelto insensible a toda compansi�n? Mientras m�s reflexiono sobre estas cuestiones m�s me desconcierto; casi principio a creer que su prop�sito es aniquilar a la Am�rica. Pero esto es imposible, porque la Europa no es la Espa�a. �Qu� demencia la de nuestra enemiga! Pretender reconquistarnos sin marina, sin finanzas y casi sin soldados; pues su ej�rcito es apenas suficiente para mantener a sus propios s�bditos en una forzada obediencia y para defenderla de sus vecinos. Adem�s, una naci�n como la Espa�a, sin manufacturas, sin producci�n propia, sin artes, ciencias, o siquiera una pol�tica mercantil4[Nota 4]�puede acaso monoplizar el comercio de la mitad del mundo? Pero supongamos que tenga �xito en su arrebatada empresa; supongamos, incluso, que obtenga una reconcilaci�n �acaso nuestra posteridad, aun unida a la de los europeos reconquistadores, no formar� en veinte a�os esos mismos designios, grandes y patri�ticos, por los que hoy d�a combatimos?

Si la Europa disuade a la Espa�a de su obstinada temeridad, indudablemente que conferir� un gran beneficio; cuando menos le evitir� el desembolso de sus rentas y le impedir� el derramamiento de su sangre. Espa�a podr� entonces fijar su atenci�n en ocupaciones loables y leg�timas, y cimentar su prosperidad y poder sobre fundamentos m�s duraderos que los conquistas siempre inciertas, de un comercio siempre precario, y de exacciones siempre violentas, pues se hacen a un pueblo remoto, hostil y poderoso. La misma Europa, fund�ndose en un principio de sapiencia y sagacidad deber�a haber preparado y ejecutado el gran proyecto de la independencia americana, no s�lo porque lo exige el equilibrio de poder entre las naciones, sino porque habr�a sido el m�todo m�s leg�timo y seguro de adquirir fuentes ultramarinas para comercio. Libre como est� de las opuestas pasiones de venganza, ambici�n y codicia que caracterizan a Espa�a y autorizan por todos los principios de la equidad, le correponde a Europa explicarle sus verdaderos intereses.

Como todos los escritores que han tratado este tema concuerdan con esta opini�n, evidentemente esper�bamos que todas la naciones ilustradas se adelantaran a secundarnos en la obtenci�n de esas ventajas mutuamente ben�ficas a entrambos hemisferios. �Cu�n decepcionados hemos quedado! Porque no s�lo los europeos, sino aun nuestros hermanos los norteamericanos, han sido espectadores indifierentes de esta gran contienda que por la pureza de sus motivos y los grandes resultados que persigue, es la m�s importante de cuantas se han sucedido en los tiempos antiguos y en los modernos; porque, �c�mo calcular la trascendencia de la libertad en el hemisferio de Col�n?

"La infamia —como usted se�ala— con la que Bonaparte entramp� a Carlos IV y a Fernando VII, reyes de esa naci�n que hace tres siglos apres� traidoramente a dos monarcas americanos, es concluyente ejemplo de la retribuci�n divina y, al mismo tiempo, una prueba de que el cielo favorece la justa causa de los colonos , y de que Dios nos conceder� nuestra independencia."

De lo anterior parecer�a que alude usted a Moctezuma, rey de M�xico, preso y muerto por Cort�s, seg�n nos dice Herrera, aunque Sol�s afirma que por el pueblo; y tambi�n a Atahualpa, Inca del Per�, destruido por Francisco Pizarro y por Diego Almagro. La diferencia que separa la suerte de los reyes espa�oles y los americanos es tan grande que no admite comparaci�n; aquellos son tratados con dignidad, preservados y al fin restaurados a su libertad, y Fernando al trono; en cambio �stos sufren inauditos tormentos y padecen los vilipendios m�s vergonzos. Si Cuauht�moc, sucesor de Moctezuma, fue honrado con el ceremonial real y el copilli o corona colocada sobre su cabeza, fue por motivo de escarnio y no de respeto, a fin que recordara su pasada grandeza antes de verse sometido a la tortura. La muerte del rey de Michoac�n, Calzontzin, del Zipa de Bogot�, y de todos los pr�ncipes, nobles y dignatarios indios que se opusieron al poder espa�ol fue semejante a la de este desgraciado monarca. El caso de Fernando VII m�s se parece a lo que ocurri� en Chile en 1535, cuando el Ulmen de Copiap� gobernaba aquel territorio. El espa�ol Almagro, tal cual lo hizo Bonaparte, pretext� defender la causa del leg�timo soberano, y en consecuencia lo tild� de usurpador, como le sucedi� a Fernando en Espa�a; aparent� restituir al leg�timo monarca a sus estados, y termin� encadenado y quemando al infeliz Ulmen, sin escuchar siquiera su defensa. Pero si en el ejemplo de Fernando VII con su usurpador el monarca europeo meramente sufre el destierro, en cambio la suerte del chileno tiene un tr�gico fin.

"Durante los pasados meses —me dice usted— he reflexionado sobre la situaci�n de los americanos y sobre sus esperanzas para el futuro. Tomo un gran inter�s en sus triunfos, pero tengo pocos informes sobre su estado actual, o sobre aquel al cual aspiran. Tengo inmensos deseos de conocer la poblaci�n de cada provincia, as� como su pol�tica; saber si anhelan rep�blicas o monarqu�a, o bien, si formar�n un gran rep�blica o una gran monarqu�a. Estimar� como un favor muy particular todas las noticias de esta especie que pueda dispensarme, o bien se�alarme las fuentes donde las pueda obtener".

Las mentes generosas se interesan siempre en el destino de un pueblo que lucha por derechos que Dios y la naturaleza la han dado, y s�lo el que ha sido alucinado por sus prejucios y sus pasiones puede mostrarse insensible a esta tierna emoci�n. Usted ha pensado en mi patria y se muestra angustiado por ella. Este cordial inter�s lo hace acreedor a mi apasionada gratitud.

Ya he se�alado cu�l es la poblaci�n, tal como se colige de los varios datos que nos suministran, pero que por mil razones no pueden ser exactos, casi todos los habitantes tienen moradas campestres, y como peones, cazadores y pastores, van con frecuencia errantes; escondidos en medio de selvas densas a la par que inmensas, y esparcidos en los grandes Llanos, aislados por extensos lagos y caudalosos r�os, �qui�n podr� hacer una relaci�n completa de su n�mero en tales comarcas? Adem�s, los tributos que pagan los ind�genas, los sufrimientos de los esclavos. los impuestos, diezmos y servicios que pesan sobre los jornaleros, as� como otros desastres, arrojan de sus hogares a los pobres americanos. Esto, sin referirme a la guerra de exterminio que ya ha segado un octavo de la poblaci�n y ha dispersado a la mayor parte; cuando la tomamos en cuenta, las dificultades para llegar a una justa estimaci�n de la poblaci�n y de los recursos son insuperables, y la lista de contribuyentes estar� reducida a la mitad de sus estimaciones iniciales.

Es a�n m�s dif�cil vaticinar cu�l ser� la suerte del Nuevo Mundo, establecer algunos principios sobre su constituci�n pol�tica, y predecir la naturaleza o clase de gobierno que finalmente adoptar�. Cualquier conjentura relativa al porvenir de esta naci�n me parece arriesgada y aventurada. Durante sus periodos iniciales, cuando la humanidad se hallaba obnubilada por la incertidumbre, la ignorancia y el error, �pod�a acaso haberse previsto el r�gimen que asumir�a para su preservaci�n?�Qui�n habr�a osado afirmar que tal naci�n ser� rep�blica, aquella monarqu�a, �sa peque�a, la otra grande? En mi opini�n, �sta es la descripci�n de nuestro estado. Formamos, por as� decirlo, un peque�o g�nero humano; poseemos un mundo aparte, cercado por diversos mares; extra�os a casi todas las artes y las ciencias, aunque ya experimentados en los h�bitos comunes de todas las sociedades civilizadas.

Considero que la Am�rica, en su estado actual, se asemeja al Imperio Romano cuando fue derrocado: cada desmembraci�n form� por s� sola un sistema pol�tico conforme a su situaci�n e intereses, o bien sigui� la ambici�n particular de algunos jefes, familias o corporaciones con una notable diferencia: que las tribus dispersas restablecieron sus antiguas costumbres alter�ndolas seg�n lo exig�an las circunstancias y los aconteciminetos. Mas nosotros, que conservamos apenas un vestigio de nuestro estado anterior, no somos indios ni europeos, sino una raza intermedia entre los abor�genes y los usurpadores espa�oles; en suma, siendo americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, hemos de disputar y combatir por estos intereses contrarios, y hemos de perseverar en nuestros anhelos a pesar de la oposici�n de nuestros invasores, lo cual nos coloca en un dilema tan extraordinario como complicado. Es usar del don de la profec�a opinar sobre cu�l ser� el fundamento pol�tico que Am�rica al fin adoptar�. No obstante, me atrever� a ofrecerle algunas conjeturas, que un deseo irracional5[Nota 5]arbritariamente me dicta, dejando a un lado lo que la raz�n me indica como plausible.

Desde hace siglos la posici�n de los habitantes del hemisferio americano no tiene paralelo: sometidos a un estado inferior, aun al de la esclavitud, tuvimos las mayores dificultades para elevarnos al goce de la libertad. Perm�tame explayarme en algunas consideraciones como medio de ilustrar el tema. Las naciones son esclavas por la naturaleza de su constituci�n o por el abuso de ella; pero un pueblo es esclavo cuando el gobierno, por su esencia o por sus vicios, oprime, huella y usurpa los derechos de sus ciudadanos o s�bitos. Si aplicamos estos principios, hallaremos que la Am�rica no s�lo ha sido privada de su libertad, sino tambi�n de la tiran�a activa, o sea de su posesi�n.6[Nota 6].Me explicar�. En los gobiernos absolutos la autoridad de los funcionarios p�blicos no tiene l�mites, la ley suprema reside en la voluntad del Gran Sult�n, del Khan, del Rey y de otros soberanos desp�ticos, y arbritrariamente la llevan a efecto las bajaes, s�trapas y gobernadores subalternos de Persia y de Turqu�a, donde se ha organizado un completo sistema de opresi�n, al que se somete el pueblo en raz�n de la autoridad de la cual emana. A estos oficiales subalternos se les conf�a la administraci�n, civil, militar y pol�tica, el cobro de impuestos y la protecci�n de la religi�n, pero, despu�s de todo, son persas los jefes de Ispahan, turcos los visires del Gran Se�or, y t�rtaros los Khanes de la Tartaria. En la China no mandan buscar a sus mandarines, militares y letrados al pa�s de Gengis Khan que la conquist�, no obstante que la raza actual de los chinos es descendiente directa de aquellas tribus a las que subyugaran las antecesores de los actuales t�rtaros.

Muy distinto es entre nosotros: se nos veja con un gobierno que adem�s de privarnos de esos derechos que son nuestros, nos deja en una especie de infancia permanente en todo cuanto se relaciona con los negocios p�blicos. Es por esta raz�n por la que afirmo que estamos privados de la tiran�a activa, pues ni siquiera se nos permite el ejercicio de las funciones que son propias. Si oportunamanete hubi�semos dirigido los asuntos dom�sticos en nuestra administraci�n interna, al menos conocer�amos el curso y mecanismo de los negocios p�blicos, y gozar�amos asimismo de esa consideraci�n personal que despierta en el pueblo ciertas formas de respeto, y que es indispensable conservar en toda revoluci�n.

Bajo el orden espa�ol, que hoy en d�a se impone quiz� con mayor rigor que nunca, los americanos ocupan en la comunidad el lugar de las bestias de laboreo o, cuando m�s, el de simples consumidores embarazados con abrumadoras restricciones; por ejemplo, se nos proh�ben los productos europeos, se estancan los art�culos que monoplizan el rey de Espa�a, se excluyen las manufacturas que la propia Pen�nsula no posee, se extiende hasta abarcar los art�culos de primera necesidad los excluyentes privilegios comerciales, y entre las provincias americanas se interponen trabas para impedirles toda comunicaci�n y comercio. En fin, si desea usted saber cu�l es nuestra condici�n, le dir� que consiste en cultivar los campos para que produzcan a�il y grana, caf� y cacao, az�car y algod�n; en criar ganado; en capturar los animales selv�ticos para conseguir sus pieles, y cavar las entra�as de la tierra para hallar el oro capaz de saciar a esa avarienta naci�n. Nuestra condici�n es tan negativa que nada puedo hallar que iguale en otras sociedades civilizadas, a pesar de que he consultado la historia de todos salvo tal vez que nos pueda comparar con los egipcios, cuyos se�ores son siempre los extranjeros mamelucos �Acaso no es un ultraje, una violaci�n de los derchos de la humanidad, pretender que sea meramente pasiva una naci�n tan felizmente constituida, tan extensa, rica y populosa?

Como acabo de afirmarlo, estamos aislados, m�s a�n —dir�a yo— ausentes del universo en todo cuanto se refiere a la ciencia de la pol�tica y a la administraci�n p�blica. Salvo causas extrordinarias, nunca somos gobernadores o virreyes; muy pocas veces obispos o arzobispos; nunca diplom�ticos; militares, s�lo como oficiales subalternos; nobles s�, pero sin verdaderos privilegios; nunca magistrados, nunca financistas, y en verdad casi ni mercaderes. Y todo esto, en contravenci�n directa a nuestras instituciones.

El emperador Carlos V celebr� con los descubridores, conquistadores y pobladores de la Am�rica un pacto de Guerra llama nuestro contrato social. Los Reyes de Espa�a, salvaguardando expresamente las perrogativas reales, convinieron formal y solemnemente en que fuesen aquellos quienes a su propio riesgo lo llevaran a efecto, y por esta raz�n les otorgaron t�tulos locales que los hiceron se�ores de la tierra. A ellos se les encomend� que tomasen a los ind�genas bajo su protecci�n como vasallos, que estableciesen tribunales y nombrasen jueces; que ejerciesen tribunales y nombrasen jueces; que ejerciesen en sus propios dsitritos el recurso de alzada, todo lo cual, con muchos privilegios e inmunidades que ser�a prolijo detallar, se encuentra en el t�tulo IV de las Leyes de Indias. El monarca se comprometi� a no perturbar jam�s las colonias americanas, pues no ten�a sobre ellas otra jurisdicci�n que la del supremo dominio, y ellas constitu�an una especie de propiedad en manos de los conquistadores y de sus descendientes. �C�mo hemos de admitir, pues, que al mismo tiempo haya leyes expresas que casi sin excepci�n decretan que los oriundos de la Espa�a recibir�n todos los nombramientos civiles, eclesi�sticos y financieros? Por virtud de dicho pacto los descendientes de los primeros pobladores y descubridores de la Am�rica son verdaderos feudatarios del rey, y en consecuencia la magistratura del pa�s les pertenece como un derecho. Es pues, con una manifiesta violaci�n de todas la leyes y pactos en vigor como los americanos por nacimiento han sido despojados de esa autoridad constitucional que les confirieron las Leyes de Indias.

De cuanto he dicho es f�cil inferir que la Am�rica no estaba preparada para separse de la Madre Patria como tan bruscamente lo hizo, impulsada por esas ileg�timas cesiones de Bayonas (las cuales, cuanto a nosotros respecta, eran nulas como contrarias a nuestra constituci�n), y por esas inicuas guerras que la Regencia nos declar� sin causa alguna, no s�lo contrariando la justicia , sino tambi�n el derecho. Con respecto a la naturaleza de los gobiernos espa�oles, a sus decretos conminatorios y hostiles, y a toda la trayectria de su desesperada conducta, existen algunos excelentes escritos publicados en el peri�dico. El Espa�ol por el se�or Blanco, al que me permito referir a usted, pues trata muy h�bilmente esta parte de nuestra historia.

Los americanos surgieron bruscamente, sin conocimiento de lo que iba ocurrir, y lo que es a�n m�s pat�tico, sin esa pr�ctica en los negocios p�blicos que es indispensable para llevar a buen fin cualquier empresa pol�tica. Digo, pues, que s�bitamente avanzaron hasta ocupar las eminentes dignidades de legisladores, magistrados, comisarios del tesoro nacional altas y bajas que forman la jerarqu�a de un estado regularmente constituido.

Cuando las �guilas francesas, arrollando en su vuelo los imponentes gobiernos de la Pen�nsula, respetaron apenas los muros de C�diz, quedamos en la orfandad. Si antes hab�amos sido entregados al arbritrio de un usurpador extranjero, ahora fuimos lisonjeados con una parodia de justicia y burlados con esperanzas siempre frustradas, al fin inciertos sobre nuestro futuro, nos precipitamos en el caos de la revoluci�n. Nuestro primer cuidado fue promover a la seguridad interior contra las maquinaciones de ocultos enemigos, alimentados en nuestro seno. Despu�s nos ocupamos de la seguridad exterior, y establecimos autoridades que sutituyeron a las depuestas, a fin de dirigir el curso de nuestra evoluci�n y de aprovechar una coyuntura favorable para fundar un gobierno constitucional, digno de la edad presente y adecuado a nuestra situaci�n.

Como primeras providencias, todos los gobiernos infantinos7[Nota 7]establecieron juntas populares, las cuales fijaron normas para convocaci�n de congresos, que a su vez produjeron importantes cambios. Venezuela erigi� primero un gobierno federal y democr�tico, declarando previamente los derechos del hombre, manteniendo un justo equilibrio entre los poderes, y promulagando leyes generales favorables a la libertad civil, a la de prensa, as� como a muchas otras. La Nueva Granada tambi�n opt� por este fundamento pol�tico, as� como sigui� todas las reformas hechas por Venezuela, adoptando como principio cardinal de de su constituci�n el m�s exagerado sistema federal que jam�s exisiti�; lo ha mejorado recientemente, con muchas enmiendas que fortalecen el poder ejecutivo general. Seg�n entiendo, Buenos Aires y Chile han seguido estos ejemplos, pero como nos hallamos a tanta distancia de aquellos territorios y los documentos son tan raros y los relatos tan imperfectos, no intentar� describir el uso de sus acuerdos. Entre ellos existe, sin embargo, una diferencia muy notable en un punto esencial: Venezuela y la Nueva Granada han declarado su independencia desde hace ya tiempo; hasta ahora no se sabe si Buenos Aires y Chile lo han hecho.

Los sucesos en M�xico han sido demasido mudables, complicados, r�pidos y desdichados para permitir seguirlos a trav�s de la revoluci�n, carecemos, adem�s de documentos que nos instruyan y que nos permitan un juicio correcto. Por lo que sabemos, los independientes mexicanos iniciaron su insurrecci�n en septiembre de 1810, y un a�o despu�s hab�an reunido un gobierno en Zit�cuaro, designado una junta nacional bajo los auspicios de Fernando VII, en cuyo nombre se continuaba gobernando. Se observa, pues, un aparente sometimiento al rey y a la constituci�n de la monarqu�a, que se conserva por motivos de conveniencia, pero la Junta nacional, cuyos miembros son muy pocos, es absoluta en el ejercicio de sus funciones legislativa, ejecutiva y judicial.8 [Nota 8]A consecuencia de los desastres de la guerra, esta Junta se traslad� a distintos lugares, y es muy probable que hoy contin�e, con las modificaciones surgidas de la naturaleza de las actuales circunstancias. Nombran algunos al general Morelos, en tanto hablan otros del celeb�rrimo Ray�n para el puesto de general�simo o dictador, que se dice han creado; parece seguro que uno de estos h�roes, o quiz�s los dos separadamente, ejercen la autoridad suprema en esas latitudes. En marzo de 1813, desde Zultepec, ese gobierno present� al virrey un plan para la guerra y la paz muy sabiamente concebido; en �l reclamaba los derechos de ciudadan�a, y respecto a la Am�rica, establec�a principios de incontrovertible justeza que a toda costa deb�an ser respetados a fin de evitar que la guerra fuese conducida a sangre y fuego, o con carnicer�as desconocidas aun entre hermanos y conciudadanos, la Junta propuso que no fuese m�s cruel que entre naciones extranjeras, que los derechos del pueblo y las costumbres de la guerra, inviolables para las mismas naciones inciviles y salvajes, con mayor raz�n se respetaran entre cristianos, s�bitos de un mismo soberano y gobernados por las mismas leyes. Propuso asimismo que los prisioneros no fuesen tratados como reos de lesa majestad, sino conservados como rehenes para ser canjeados; pidi� que no se violentara a los que rend�an sus armas, sino fuesen tratados como prisioneros de guerra; que no se entrase a sangre y fuego en ninguna poblaci�n indefensa y pac�fica, ni sus habitantes quintados o diezmados, y conclu�a que de rechazarse su plan, ejerc�a rigurosamente las represalias. A la Junta no se le respondi�, y su propuesta, tratada con el mayor desprecio, fue quemada p�blicamenten en la plaza de M�xico por el verdugo. Y los espa�oles continuaron la guerra de exterminio con su habitual furia, en tanto que ni los mexicanos, ni otra alguna de las naciones americanas, condenaban a muerte a sus prisioneros de guerra, aunque europeos.

Los acontecimientos de la Tierra Firme comprueban que las instituciones puramente representativas no son adecuadas a nuestro car�cteres, costumbres y luces. En Caracas, el esp�ritu de discordia se origin� en esas sociedades, asambleas y eleciones populares, donde surgieron los partidos que nos redujeron a la servidumbre. Y en nuestra inestable situaci�n, Venezuela, que entre nosotros ha sido la rep�blica m�s adelantada en sus instituciones pol�ticas, nos ofrece un notable ejemplo de la ineficacia de un sistema gobernativo federal y democr�tico. En la Nueva Granada las excesivas facultades de los gobiernos provinciales y la carencia de vigor y de capacidad por parte del ejecutivo general, han reducido ese hermoso pa�s al estado en que ahora vemos; por esta raz�n siempre han ardido all� contiendas intestinas, y contra toda probabilidad sus incapaces enemigos han podido mantenerse. Hasta que nuestros patriotas adquieran estos talentos y virtudes pol�ticas que distinguen a nuestros hermanos de Nortem�rica, mucho me temo que nuestros sistemas populares, lejos de sernos favorables, motivar�n nuestra ruina. En su debida perfecci�n esas buenas cualidades parecen desgraciadamente muy distintas de nosotros, en tanto sigamos infectados por los vicios contra�dos bajo el dominio de la naci�n espa�ola. la cual s�lo se ha distinguido por ferocidad, ambici�n vengativa y codicia.

Rescatar a una naci�n de la esclavitud es m�s dif�cil que subyugar a una libre, nos dice Montesquieu; y la historia de todos los tiempos comprueba esta verdad, pues nos ofrece muchos ejemplos de naciones libres sometidas al yugo, pero muy pocas naciones esclavas que recobran su libertad. Los habitantes de este continente, no obstante esta convicci�n han demostrado el deseo de formar instituciones liberales y aun perfectas, sin duda movidos por ese instinto que todos los hombres poseen y que les hace aspirar a la mayor suma de felicidad posible, la cual s�lo puede obtenerse en esas sociedades civiles fundadas sobre los grandes principios de la justicia, la libertad y la igualdad. Pero �acaso seremos capaces de mantener en su verdadero equilibrio la dif�cil carga de una rep�blica?�Hemos de suponer que pueblo aliviado apenas de sus cadenas puede enseguida volar hasta la esfera de la libertad? �Como a �caro, se le aflojar�an sus alas y caer�a de nuevo al abismo! Semejante prodigio es inconcebible; en verdad, nunca se ha visto. No hay, en consecuencia ning�n raciocinio probable que pueda sustentarnos en esta expectativa.

Yo deseo m�s que otro alguno ver a la Am�rica convertida en la m�s grande naci�n del universo, menos por su extenci�n y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro e incluso anticipo la perfecci�n del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo ser� regido como una sola y gran rep�blica. Como es imposible, no lo deseo; y a�n menos deseo ver a la Am�rica convertida en una sola y universal monarqu�a, porque este proyecto, sin ser �til, es tambi�n imposible: los abusos que actualmente existen no ser�an reformados y nuestra regeneraci�n ser�a infructuosa; estos Estados Americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas que el despotismo y las guerras les han infligido. La metr�poli, por ejemplo podr�a ser M�xico, que es el �nico lugar propicio, dado su poder intr�nseco, sin el cual no hay metr�poli. Pero aun suponiendo que sea el Istmo de Panam�, como punto central de este vasto continente, �acaso los extremos de �ste no continur�an en su languidez y aun en su actual desorden? Para que un solo gobierno d� vida, anime y ponga en actividad todos los recursos de la propiedad p�blica, a fin de corregir ilustrar y perfercionar al Nuevo Mundo, requerir�a en verdad facultades divinas o, cuando menos, las luces y virtudes de toda la humanidad.

Ante la ausencia de un poder capaz de restringirlo, ese esp�ritu de discordia que ahora aflige a nuestros Estados arder�a entonces con mayor furia. Adem�s, los magistrados de las principales ciudades no permitr�an la preponderancia de los metropolitanos, antes bien los considerarían como a otros tantos tiranos, y sus celos los llevar�an hasta llegar a compararlos con los odiosos espa�oles. En fin, esa monarqu�a ser�a como un diforme coloso, que a la menor convulsi�n se ver�a desplomado por su propio peso.

El abate de Pradt muy sabiamente ha dividido la Am�rica en quince o diecisiete diversos estados, independientes entre s�, y gobernados por otros tantos monarcas. Yo estoy de acuerdo con �l en cuanto a su divisi�n, pues la Am�rica constar� de diecisiete naciones; en cuanto a las monarqu�as americanas, m�s asequibles pero menos �tiles, no apoyo su opini�n en favor de ellas. He aqu� mis razones. El inter�s de una rep�blica, si lo entendimos bien, se circunscribe a su conversaci�n, prosperidad y gloria; mas no debe ejercitar esa libertad imperialmente, porque esto es precisamente, contradecirla, ning�n est�mulo excita a los republicanos a extender las fronteras de su naci�n en detrimento de su bienestar, o con el �nico prop�sito de inducir a sus vecinos a que participen en una constituci�n liberal. Al conquistarlos no adquieren ning�n derecho, ningunas ventajas, a menos que siguiendo el ejemplo de Roma los conviertan en conquistas, los reduzcan a colonias o aliados. Tales m�ximas y ejemplos est�n en oposici�n directa con los principios de justicia en los sistemas republicanos, dir� a�n m�s: est�n en oposici�n manifiesta a los intereses del pueblo; porque cuando un Estado llega a ser demasiado extenso, en s� mismo o por sus dependencias, cae en la confusi�n, convierte su libertad formal en una especie de tiran�a y abandona los principios que debieran preservarla; y al cabo, degenera en el despotismo. La duraci�n es la esencia de las peque�as rep�blicas, y si la de las grandes es variable, siempre se inclina al imperio. Casi todas las primeras han tenido una larga duraci�n; de las segundas, s�lo Roma se mantuvo a trav�s de las edades; pero esto se debe a que s�lo Roma era una sola rep�blica, y no as� el resto de sus territorios, que eran gobernados por leyes e instituciones diversas.

Muy diferente es la pol�tica de un monarca, cuya atenci�n constantemente se dirige al aumento de sus posiciones, de sus riquezas y de prerrogativas. Y con raz�n, porque su autoridad aumenta con estas adquisiciones, tanto con la relaci�n a sus vecinos como a sus propios s�bditos, pues unos y otros temen el formidable poder de su imperio, el cual se conserva por la guerra y al conquista. Pienso por estas razones que los americanos deseosos de la paz, de las ciencias, las artes, el comercio y la agricultura, preferir�n las rep�blicas a las monarqu�as, y creo que este anhelo correponde a las miras que la Europa tiene hacia nosotros.

No apruebo el sistema federal, entre popular y representativo, que es demasiado perfecto y que requiere virtudes y talentos pol�ticos muy superiores a los nuestros. Por igual raz�n rechazo a la moanqu�a compuesta de aristocracia y democracia, que ha elevado a la Inglaterra a tal fortuna y esplendor. Como no es posible seleccionar un sistema completo y adecuado entre rep�blicas y monarqu�as, nos contentaremos con evitar anarqu�as dogm�ticas y tiran�as onerosas, extremos que por igual nos conducirían a la infelicidad y al deshonor, y buscaremos un justo medio. Me aventurar�, pues, a exponerle los resultados de mis pensamientos y especulaciones sobre el mejor destino de la Am�rica; tal vez no el mejor, pero s� aquel que le ser� m�s asequible.

Por la situaci�n, riquezas, poblaci�n y car�cter de los mexicanos, imagino que primero establecer�n una rep�blica representativa en la cual el poder ejecutivo tendr� grandes atribuciones y estar� concentrado en un individuo, de quien si desempe�a sus funciones con diligencia y con su justicia es propio suponer que conservar� una autoridad duradera. Para el caso de que su incapacidad o violenta administraci�n excite una conmoci�n popular se difundir� en una asamblea. Si el preponderante es el partido militar o aristocr�tico, fundar� probablemante una monarqu�a constitucional y limitada en un principio, pero que inevitablemente declinar� en absoluta; porque debemos convenir que nada es m�s dif�cil en el orden pol�tico que la conservaci�n de una monarqu�a mixta; y es igualmente cierto que s�lo una naci�n tan patriota como la inglesa puede someterse a la autoridad real y mantener el esp�ritu de libertad bajo el imperio del cetro y de la corona.

Las provincias de Istmo de Panam�, hasta Guatemala, formar�n tal vez una asociaci�n. Este magn�fico territorio entre los dos oce�nos podr� con el tiempo convertirse en el emporio del universo: sus canales acortar�n las distancias del mundo, amplificando el intercambio comercial entre Europa, Asia y Am�rica, y traer�n a esa dichosa regi�n los productos de las cuatro partes del Globo. Es s�lo aqu� tal vez donde se asentar� alg�n d�a la capital de la tierra, como lo fue Bizancio bajo Constantino para el Viejo Mundo.

La Nueva Granada se unir� con Venezuela si concuerdan en formar una rep�blica central, y por sus situaci�n y ventajas, la capital ser� Maracaibo. Como es mi suelo nativo, tengo el indiscutible derecho de desearle lo que en mi opini�n puede serle m�s ventajoso. Su gobierno emular�, pues, al brit�nico, pero como anhelo una rep�blica, en lugar de un rey tendr� un poder ejecutivo electivo vitalicio tal vez, nunca hereditario. Su constituci�n ser� ecl�ctica, con lo cual se evitar� que participe de todos los vicios; tendr� una c�mara o senado hereditario, que las tempestades pol�ticas se interpondr� entre las olas de las comunicaciones populares y los rayos del gobierno; y otro cuerpo legislativo de libre elecci�n, sin m�s restriciones que las impuestas a la C�mara de los Comunes.9[Nota 9]

Como en la Nueva Granada es extremadamente adicta al federalismo, es posible que no consienta en reconocer a un gobierno central, en cuyo caso formar�a por s� sola un estado que perdurar�a feliz por las grandes y variadas ventajas que posee.

Poco sabemos de las opiniones que prevalecen en Buenos Aires, Chile y Per�, pero juzgando por lo que se transluce y por las apariencias, es propio suponer que en Buenos Aires habr� un gobierno central que manejar�n los militares, debido a las disensiones intestinas y a las guerras exteriores de aquellas provincias. Su constituci�n por fuerza degenerar� en una oligarqu�a, o bien en monarqu�a sujeta a ciertas restricciones, y cuya denomianci�n es imposible advinar. �Cu�n doloroso ser�a que tal cosa sucediera, pues sus habitantes son acreedores a las m�s espl�ndida gloria!10[Nota 10]

El desiginio de la naturaleza, la singularidad de su territorio, las inocentes y virtuosas costumbres de sus habitantes, y ese ejemplo de sus vecinos, los fieros republicanos del Arauco, todo, todo coadyuva a que el reino de Chile goce las bendiciones que emanan de las justas y moderadas leyes de una rep�blica. Me inclin� a pensar que si en alguna parte de Am�rica ese sistema de gobierno contin�a por largo tiempo, ello ser� en Chile; jam�s se ha extinguido all� el espir�tu de libertad; los vicios de Europa y de Asia s�lo muy tard�amente —y quiz� nunca— pervertir�n las virtudes de esa parte de la tierra. Lo restricto de su territorio, lo alejado que siempre estar� de la contagiosa influencia del resto de la humanidad, har� que nunca se contaminen sus leyes, usos y costumbres, y que pueda conservar su uniformidad en cuanto a opiniones pol�ticas y religiosas. En una palabra �Chile puede ser libre!

El Per� por el contrario, sufre dos azotes que son enemigos de todo r�gimen liberal y justo: el oro y los esclavos; el primero lo corrompe todo, el segundo est� corrompido por s� mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza el goce de la libertad racional: se enfurece en los tumultos o se humilla en las cadenas. Aunque estos preceptores puden ser aplicables a toda la Am�rica, m�s lo son a Lima, por las opiniones que ya he expuesto, y por la cooperaci�n que ha prestado a sus amos contra sus propios hermanos, los h�roes de Quito, Chile y Buenos Aires. Es un axioma que quienes aspiran a recobrar la libertad, por lo menos lo intentan con sinceridad, y yo opino que las altas clases lime�as no tolerar�n la democracia, ni los esclavos y libertos una aristocracia: aqu�llos preferir�n la tiran�a de un idividuo con tal de verse exceptuados de gravosas persecusiones y de establecer la regularidad en el orden de las cosas. Mucho temo que los peruanos con dificultad logren sus independencia.

De todo cuanto he dicho, podemos deducir las siguientes conclusiones: las provincias americanas luchan ahora por su emancipaci�n; al fin obtendr�n �xito, algunas se constituir�n regularmente como rep�blicas, federales o centrales; los territorios m�s extensos seguramente fundar�n monarqu�as y algunas echar�n por tierra sus principios, ya en la pugna actual, ya en futuras revoluciones; una gran rep�blica es imposible, una gran monarqu�a, muy dif�cil de consolidar.

Qu� idea m�s grandiosa, la de modelar al Nuevo Mundo en una gran naci�n, enlazada por un solo y gran v�nculo; profesando la misma religi�n, unido por la lengua, el origen y las costumbres, debe tener un solo gobierno para incorporar los diferentes estados que puedan formarse. Pero esto es imposible, porque lo remoto de sus regiones, lo diverso de sus situaciones, lo contencioso de sus intereses y lo diferente de sus caracteres, dividen a la Am�rica.

�Cu�n sublime ser�a el espect�culo si el Istmo de Panam� fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojal� que alg�n d�a tengamos la dicha de instalar all� en un augusto congreso a los representantes de rep�blicas, reinos e imperios, y de negociar y tratar con las naciones de las otras tres partes del globo las grandes e interesantes cuestiones de la guerra y la paz. Esta especie de corporaci�n muy posiblemente ocurri� durante la11 [Nota 11]dichosa �poca de nuestra regeneraci�n. Cualquier otra expectativa es vana, como lo es por ejemplo la del abate Saint Pierre, quien con laudable delirio concibi� la idea de reunir un congreso europeo para decidir sobre la suerte y los intereses de aquellas naciones.

"Los esfuerzos individuales, seg�n advierte usted en su carta, con frecuencia producen cambios felices e importantes. Entre los americanos existe una tradici�n que relata c�mo Quetzalc�atl, el Buda o Woden de Sudam�rica, renunci� a su poder y se apart� de ellos, prometi�ndoles que transcurrido el tiempo asignado volver�a para reponer su gobierno y restaurar su felicidad. Como esta tradici�n fortalece entre ellos la creencia de que pronto reaparecer�, calcule usted, se�or, cu�les ser�n los efectos producidos por la aparici�n de un individuo que personifique el car�cter de Quetzalc�alt, el Buda o Woden de quien tanto han hablado las otras naciones. �No cree usted que resultar�a en la elevaci�n de un partido patri�tico de suficiente magnitud para compelir o inducir la uni�n de todos? �y no es la uni�n la que se requiere a fin de ponerlos en condiciones de expulsar a las tropas espa�olas y a los otros partidarios de la corrompida Espa�a, y de establecer un poderoso imperio, con un gobierno libre bajo leyes liberales?"

Convengo con usted en que lo esfuerzos individuales pueden ser causa de eventos generales, en particular durante las revoluciones. Pero Quetzalc�atl, el h�roe y profeta de An�huac, no es es capaz de efectuar los prodigiosos beneficios que usted contempla. Este personaje es apenas conocido por los mexicanos, y no precisamente con ventaja, porque �ste es el destino de los vencidos, aun cuando sean dioses. S�lo historiadores y literatos se han cuidado de investigar su origen, la verdad o falsedad de su misi�n , sus profec�as y el fin de su carrera. Se discute si acaso fue un ap�stol de Cristo o un pagano; algunos suponen que su nombre en lengua mexicana y en la china quiere decir Santo Tom�s, otros, como Torquemada, que significa serpiente emplumada algunos m�s, que es el famoso profeta de Yucat�n, Chilam Cambal. Sobre el verdadero car�cter de Quetzalc�atl los m�s de los autores mexicanos, polemistas e historiadores religiosos12 [Nota 12]y profanos, han tratado con mayor o menor prolijidad. Acosta dice que estableci� una religi�n cuyos ritos, dogmas y misterios muestran una admirable afinidad con la de Cristo, y que tal vez se le parezca m�s que ninguna otra. A pesar de ello, muchos escritores cat�licos se han ingeniado para denegar que este profeta fuese verdadero y se han rehusado a reconocer en �l a Santo Tom�s, como lo afirman otros c�lebres autores. La opini�n general es que Quezalc�atl fue un legislador divino entre las tribus paganas de An�huac, lugar que posey� el gran Moctezuma, quien derivaba de aquel su autoridad. De esto deduzco que los mexicanos no seguir�n al pagano Quetzalc�atl aun cuando apareciese bajo circunstancias ideales, pues profesan una religi�n que es la m�s intolerable y primitiva de todas.

Por fortuna, los promotores de la independencia mexicana han aprovechando con diligencia el fanatismo hoy en boga, proclamando a la famosa virgen de Guadalupe como reina de los patriotas, invoc�ndola en todos los casos arduos, y llev�ndola en sus banderas. Por este medio el entusiasmo pol�tico se ha unido con la religi�n, y ha producido un vehemente fervor por la sagrada causa de la libertad. La veneraci�n de que goza esta imagen en M�xico es superior a la m�s exaltada que pudiera inspirar el m�s diestro y afortunado profeta.

Por lo dem�s, la �poca de estas visitaciones celestes ha pasado, y aun si los americanos fuesen m�s superticiosos de lo que realmente son, no dar�an cr�dito a las doctrinas de un impostor, quien adem�s ser�a considerado como un cism�tico, o bien como el anticristo anunciado por nuestra religi�n

Para completar la obra de nuestra regeneraci�n es ciertamente la uni�n la que nos falta. Nuestra divisi�n sin embargo, no debe soprender a usted, porque es la marca caracter�stica de todas las guerras civiles, hechura de dos partidos: los amigos de ritos establecidos, y los reformadores. Los primeros son por lo com�n lo m�s numerosos, porque el imperio de la costumbre genera la obediencia a las autoridades ya constituidas; los �ltimos son siempre menores en n�mero, pero m�s ardientes13 [Nota 13]y entusiastas. Ocurre as� que el poder�o f�sico se equilibra con la fuerza moral, y el conflicto se prolonga con resultados inciertos. Por fortuna para nostros, la mayor�a del pueblo ha seguido sus propios sentimientos.

Yo le dire a usted lo que nos permitir� expulsar a los espa�oles y fundar un gobierno libre; ciertamente la uni�n, pero una uni�n consecuencia de medidas en�rgicas y de bien dirigidos esfuerzos, y no de prodigios sobrenaturales. La Am�rica queda sola, abandonada por todas las naciones, aislada en el centro del universo, sin relaciones diplom�ticas ni auxilios militares, y combatida por una Espa�a que posee m�s elementos b�licos que cuantos podemos ahora adquirir.

Cuando los �xitos son dudosos, cuando el Estado es d�bil y las esperanzas son remotas, todos los hombres vacilan, las opiniones se dividen, las pasiones se enardecen, y todo esto es fomentado por nuestros enemigos para poder triunfar con mayor facilidad. Tan pronto seamos fuertes estaremos unidos bajo una naci�n liberal que nos deparar� su protecci�n, y bajo cuyos auspicios cultivaremos las virtudes y talentos que conducen a la gloria. Entonces emprenderemos la marcha majestuosa hacia ese augusto gobierno civil14[Nota 14]que nos est� destinado y que har� feliz a la Am�rica, entonces las ciencias y las artes, que nacieron en oriente y que han ilustrado a Europa, volar�n a Colombia libre, donde ser�n acogidas como en santuario.

Tales son se�or, los pensamientos y observaciones que tengo el honor de someterle, a fin que pueda usted, seg�n su m�rito, rectificarlos o aprovecharlos. Y le ruego me crea cuando le aseguro que para hacer esta exposici�n de mis sentimientos, m�s ha influido el deseo de mostrarme cort�s que la convicci�n de mi propia capacidad para ilustrar a usted en la materia.

Soy de usted

SIM�N BOL�VAR

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