DURANTE EL SIGLO XVII, los diversos actores sociales crearon y
consolidaron nuevas formas de intercambio que, por una parte, imponían un sistema
cada vez más sofisticado de control político eclesiástico y, por otra, prefiguraban
una vasta gama de actividades económicas así como estructuras sociales más jerarquizadas,
según los modelos de la metrópoli virreinal. El desarrollo de estas estructuras
aceleró el establecimiento y la organización de nuevos poblados al tiempo que
modificó las formas de producción y la tenencia de la tierra, al modo, en cierta
manera, de las del resto del virreinato. En el siglo XVIII
, estas
tendencias generaron contradicciones y agudas tensiones sociales: por un lado,
el esplendor de la riqueza minera a pesar de sus notorios y justificados
altibajos y de otras actividades económicas, favoreció el florecimiento
de la expresión artística y cultural así como el crecimiento de las redes comerciales
y de comunicación; por otro, esta riqueza afianzó el poderío de las élites en
detrimento, despojo y desplazamiento de los bienes, derechos y propiedades indígenas
así como las pertenecientes a los primeros colonizadores y a las misiones. El
ensanchamiento de las propiedades se convirtió en una fuente de poder que confería
autonomía a la par que privilegios por parte de la Corona. Esto indicaba el
advenimiento de una política más vertical, instaurada desde España por la nueva
casa reinante de los borbones.
Mientras la riqueza se iba concentrando en los propietarios de minas comercios y haciendas, crecía una sociedad conformada por diversas castas e indígenas que no tenía mayores alternativas económicas y que se contrataba en las haciendas y en las minas o merodeaba en las ciudades y pueblos, desposeídos ya de los antiguos apoyos legales y materiales.
El lenguaje de las negociaciones con los pueblos indígenas así como con otros sectores no privilegiados de la sociedad dio un giro diametral: se impusieron severos castigos y limitaciones a quienes se rebelaron y muchas de las demandas más urgentes fueron postergadas o sencillamente olvidadas. La capacidad mediadora de los misioneros había disminuido notablemente y de manera drástica cuando se expulsó a los jesuitas en 1767. La pacificación y la evangelización de los indígenas dejó de ser prioritaria para el gobierno, lo que muestra hasta qué punto los misioneros y el bajo clero, las figuras protagónicas de unos pocos años atrás, también habían quedado al margen del proyecto virreinal.
El auge material de las principales poblaciones, el crecimiento de las comunicaciones y el comercio convivieron con fuertes tensiones sociales. A su amparo, proliferaron las rutas informales del contrabando de mercancías y de ideas, también se abonó la simiente de una nación en un vasto y complejo territorio constantemente demudado.